viernes, 30 de noviembre de 2007

Premiere primer capítulo

Porque ahora me dio la "###" quize compartir el primer capítulo del libro "Tania y el extraño mundo de la calavera" que escribí en febrero del 2005 y que ahora lo estoy editando. Por eso lean ahora le primer capítulo en borrador.


Yo y mi entorno


Fue difícil, lo sé, el hecho de haber traspasado los diarios de vida de hace cuatro años a un libro. Digo, haber construido, confeccionado y escrito una novela narrando todo tipo de aventuras y desventuras que viví a los doce años de edad. En fin, creo que me estoy adelantando demasiado, primero que nada yo soy Tania Zerrante y actualmente tengo dieciséis años. Así que, ¡Hola!
Para empezar, y no es que quiera ser latera pero esto es absolutamente necesario de decir, palabra por palabra. Como decía yo desde que tengo seis años estoy estudiando en el colegio Ezperanza, si con dos zetas, y queda exactamente…Bueno, eso no es importante. Lo que sí es verdaderamente importante fue lo que me sucedió cuando tenía doce años e iba cursando séptimo básico. No lo digo por lo que me haya pasado en colegio, eso del estudio, notas, profesores y esas cosas estaban en segunda mano si se quiere saber bien los acontecimientos. Se que al principio pueden parecer sacados de una serie de televisión extranjera y que yendo por el medio de la historia es parecido a una historia idealizada por algún cabro chico cualquiera por todo esa ficción de doble sentido y cosas increíbles que nunca han creído ver, pero os debo decir, con toda franqueza, que todo lo siguiente es ¡La pura verdad!
Ya me presenté formalmente y es hora de pasar a mi entorno personal. Me gusta el Jazz y el Blues, especialmente el primero, además de escribir, claro está. Tanto me gustan esos estilos musicales que mi padre me regaló a los diez años una armónica de las mejorcitas que se pudieran encontrar en ese tiempo y en apenas cinco días ya me podrían considerar como una experta principiante. Y es que me encariñé con ella, demasiado a ojos de los demás, pero soy igual que un roquero con su guitarra. Quiero a mi armónica, la considero como un tesoro. La única diferencia que tengo con un roquero con su instrumento es que el pobre diablo no puede transportarla a ningún lado si es que no la va a tocar. Yo en cambio la deposito en mi bolsillo trasero de mis pantalones cortos donde quiera que vaya.
Se me olvidaba decirles cómo soy físicamente. De partida, tengo la estatura normal de cualquier mujer de mi misma edad, pero en la historia mido como un metro cincuenta. Tengo el cabello rojo, pero de un tono claro. No es teñido, es heredado genéticamente de parte de mi bisabuela por parte de mi madre. Mis ojos son grandes y rosados, también heredados de la misma persona, y mi color de piel es blanca, pero no tanto. Digo que si me ven por la calle con una pared blanca como fondo, me podrán distinguir fácilmente. Mi pelo está largo, pero llega justo al medio de mi cuello y cuando no estoy peinada, mi cabeza parece una campana, por lo que debo usar un cintillo para peinármelo hacia atrás.
Mi familia es como…es diferente a mí por todos los aspectos. Yo soy pasiva y escucho música que va acorde con ello, pero mi padre, para empezar a describirlos, le encanta escuchar el rock pesado de la década de los setenta y ochenta. Pero no crean que lo escucha sentado en la comodidad de su sillón de cuero preferido, en realidad toma cualquier cosa que tenga a la vista y la transforma en guitarra eléctrica. Es como ver un concierto de Jimmy Hendrix y a la vez de Charlie García. Salta por toda la casa cantando a viva voz y tocando su guitarra de aire que finalizada la canción, la azota contra el piso que por suerte y a insistencia de mi madre está alfombrado. Mi padre se llama Alfredo y físicamente mide un metro ochenta, tiene los ojos amarillos y el pelo negro brillante, al igual que mi madre, mi hermano pequeño y único, mis abuelos maternos y paternos, tíos y tías, primos y primas. En fin, destaco en mi familia como un punto negro en un mantel blanco, como un tenista un partido de fútbol, como un bañista con traje de baño en playa nudista y así, así, así.
Mi madre es caso contrario a mi padre, sólo por la personalidad. Se llama Andrea y es extremadamente sarcástica, vanidosa y fumadora, muy fumadora. Junto a ella, Sandro fuma hierba mate una vez a la semana. Como mi padre que cuando no canta, bebe. Le encanta beber cuando llega del trabajo, pero no se emborracha fácilmente. Según sus amigos hacen falta una s siete botellas de litro y medio de cerveza para recién verlo tambalearse un poco y comenzar a ponerse cariñoso con los demás, que lo agarra a besos con su sofocante tufo. Como decía de mi madre fumadora, podía llevar simplemente el premio Guinness por su record de piteadas en un día. Fue en su cumpleaños de hace un año que junto a sus amigas se fumó unos sesenta cigarrillos, sin contar los que había consumido antes.
Hermanos hay muchos, pero como el mío ninguno, y por suerte no hay ninguno más. Es literalmente un pequeño demonio, si hasta cuando se peina, toma un poco de gel para el pelo y da forma sus cachos. Doy gracias porque él no se mete conmigo para efectuar sus hazañas, pero siento lástima por sus víctimas. Se llama Jacobo, sin cara de santo, y tiene ahora diez años. Su principal atractivo es que se toma todo lo que le dicen de manera literal. Cuando está en alguna prueba del colegio, por ejemplo, y cada vez que la profesora pide que hagan correr las pruebas para que las entreguen, él hace exactamente lo que ordenó la profesora. Dibuja y recorta dos piernas en la prueba y la hace correr. Por cosas así, es costumbre que mis padres vayan a hablar con la dirección tres veces a la semana a consecuencia de sus travesuras.

Pero mi familia no es la única relación humana que tengo. Además de mi perro labrador Poncho (mi madre le puso el nombre) que es constantemente el blanco número uno de los acosos y travesuras de mi hermano. Pero yo no me preocupo ya que siento un aire de inteligencia en Poncho y es tan astuto como él solo que logra evadir a mi hermano en la mayoría de las veces. Y si es que además de mi perrito de cinco años, tengo una amiga de mi misma edad que, diciéndolo francamente, está loca. Tiene el pelo de color azul de un tono oscuro y los ojos grandes y azules que hacen un buen juego con la ropa que siempre usa…de su mismo color de pelo y a veces más claros. Es una copia femenina de mi padre porque a ella también le gusta el rock, pero no el pesado. Tiene dos guitarras: una de aire y una electroacústica. Se llama Amalia Marín y actualmente es un poco más alta que yo por unos cinco o seis centímetros, pero eso no es novedad ya que siempre ha sido más alta que yo.
Además de la música rock, le encantan los deportes y siempre me está obligando a trotar una hora al día. Cada vez que salimos de vacaciones, me viene a buscar a mi casa a las ocho de la mañana para salir a correr. Entra a mi habitación, me ahoga arrojándome agua fría a la cara, me mete de cabeza y desnuda a la tina y ella misma me lava ya que yo aún estoy soñando. Luego me viste y me saca en brazos a la calle. Estando una vez afuera, me ahoga nuevamente con la manguera y es ahí recién donde despierto completamente.
- ¿Estás lista? ¿Sí? ¡Perfecto! – me dice jovialmente mientras yo se me seco el agua de mi cara con el ceño fruncido - ¡Vamos, muévete!
Así es ella, loca, desquiciada, deportista y muy buena amiga. Le encantan los juegos bruscos y tocar sus dos guitarras. Con ella a mi lado…no necesito enemigos.

La conocí cuando ingresé al colegio Ezperanza cuando tenía seis años y ambas entramos a primero básico. Por cierto este es un colegio sólo para mujeres. No sé que fijación tuvo en mí, pero desde el primer día me comenzó a hablar como si no fuera la gran cosa. Yo estaba sola sentada en el patio de recreo tarareando melodías de blues famosos cuando ella se me acercó.
- ¿Y tú? ¿Qué haces aquí tan sola? – me dijo rompiendo el hielo. Ni siquiera con un ¡hola! sino que fue directo al grano.
- Estoy esperando que termine el recreo – aún no se por qué, pero fue lo único que se me ocurrió en ese momento.
- ¡Ja! ¿En serio? ¿Cómo te llamas?
- Tania.
- Tania…Bueno, Tania, yo soy Amalia.
- Hol…
- ¡Qué divertido! – me interrumpió como siempre lo ha hecho desde ese día - ¡Nuestros nombres tienen la misma terminación: ia! ¡Yo soy ia y tú eres ia! Debemos formar un grupo exclusivo en donde sólo las “ia” estén allí. ¿Te suena? Te digo que seamos amigas desde ahora.
No tuve tiempo de decir nada ya que ella se alejó tan rápido como llegó y repitiendo a viva voz ia, ia ,ia, llamando la atención de todas las alumnas que estaban allí. Ahora ven por qué digo que tiene tornillos sueltos.


He recolectado mis diarios de cuando tenía doce años porque esos son los más extraños que alguien pueda leer y los he recopilado en una historia en primera persona ya que así es más fácil de narrar. En fin, todo comienza en Marzo del año mil novecientos noventa y cinco. El primer día de clases en todo el país y yo, junto a Amalia, me estaba preparando para comenzar el séptimo básico con todas las demás treinta compañeras de clase. Estábamos todas en la sala cuando entró la directora junto a una mujer joven, de más o menos veinticinco años, y novata en el ramo de educar. Nos levantamos de nuestros asientos, como era la costumbre y saludamos. La directora dio orden para sentarse y luego, afinó su garganta. Sus cincuenta años ya se notaban muy bien.
- Ella será su nueva profesora jefe, niñas. – dijo la directora – Se llama Verónica y espero que la traten bien…¡Por favor, háganlo esta vez! – nos rogó con las manos juntas y de rodillas. Esa dramática escena asustó a la nueva profesora jefe de forma que no pudo disimular la gota de sudor que le corrió por la espalda y, además, se podía percibir lo que pensaba. “¿En qué diablos me he metido?”. La directora observó la cara angustiada de ella y comenzó a reír entre dientes.
- No se preocupe – la reconfortó – Estás niñas son como pequeños angelitos y no le provocarán mayores problemas.
- ¿Por qué dijo eso? – preguntó manteniendo su profesionalidad y no dejando ver su cara de alivio.
- Es una broma que hago a todos los profesores nuevos. Es parte de una larga tradición.
Y se largó riendo por el pasillo. La profesora suspiraba mientras dejaba sus cosas en la mesa. Se notaba que estaba nerviosa, pero su educación de universidad se reflejaba en su máscara de calma y serenidad. Además tiene un diploma profesional que le daba más confianza. Abrió el libro de clases y antes de leer la lista de la clase, dijo:
- Bueno niñas, ya me presentaron como su profesora jefe de este año, pero además de eso, yo voy a enseñarles Castellano. Quiero que desde ahora nos llevemos en absoluta confianza y seamos como amigas. – dentro de lo que decía y viendo su expresión, podía escuchar subliminalmente: “Soy nueva y necesito ayuda de ustedes”. – Entonces después de pasar la lista, me gustaría que formáramos un círculo con las sillas y jugáramos al fósforo quemado. – “Si me dicen algo de ustedes, podré entenderlas mejor”. - ¿Estás de acuerdo? – “Por favor, digan que sí”.
- Sí, profesora. – respondimos al unísono sintiendo una mezcla de lástima y sentido de ayudarla. No sé que priorizó más, pero al final accedimos a su palabra. Después de pasar la lista, todas apilamos las mesas en la parte posterior de la sala e hicimos con las sillas un círculo dejando vacío el centro. Luego, la profesora sacó de su bolso una caja de fósforos. Tomó uno y cerró la caja.
- Esto consiste en que cada una tomara y encenderá un cerillo. Nos dirá a cada una de nosotras algo de sí mismas, una anécdota o simplemente se describirá cómo es mientras la llama siga ardiendo. Cuando se apague el fósforo, pasarán la caja a la siguiente persona y ésta hará lo mismo. No importa si ustedes saben todo de ustedes entre si; lo que me importa es saber cómo son en realidad.
La profesora encendió el fósforo que tenía en mano y comenzó a hablar.
- Yo soy Verónica Rodríguez y tengo veinticuatro años – y yo creía que tenía veinticinco años – Soy profesora de castellano recién salida de la universidad y me gustan mucho los animales… - no pudo más, el fósforo se consumió.
Le pasó la caja a quien continuaba a su derecha e hizo lo mismo. Primero fue Paula, luego Constanza, Francisca, Alejandra y otras cinco más hasta que le llegó el turno a Amalia que estaba sentada a mi lado. Al recibir la caja se puso de pie. Sacó un fósforo y antes de encenderlo, de su mochila extrajo una brocheta que servía como palillo para anticuchos. Prendió un fósforo y, a la vez, encendió aquella brocheta.
- Yo soy, quiero decir, me llaman Amalia Marín y tengo doce años. Me encanta la música rock y tocar la guitarra. Me fascinan los deportes y las competencias. Me aloca la ropa del mismo color de mis ojos o pelo y me gusta tener el pelo largo. – y tan largo que le llegaba a la mitad de la espalda. Miró la brocheta y recién se había consumido una quinta parte. - ¡Bien, como me queda tiempo les contaré una pequeña talla que me pasó el año pasado! Resulta que en el último día de clases y como es típico que nos tiramos huevos, harina, sal, pimienta, limones, aceite, cloro, aguas servidas, pintura y cosas así. Sólo faltaba revolver y quedaba la ensalada. En la salida del colegio yo ya estaba armada hasta los dientes como bien recordaran y…- no es que su forma de contar sea aburrida, pero es muy exagerada para relatar, por lo que yo la abordaré desde aquí hasta donde sea necesario y trataré de imitar su modo de narrar.
Eran como las doce y media de ese viernes veintitrés de Diciembre de mil novecientos noventa y cuatro. Todas nosotras salimos mirando sobre nuestro hombro por cualquier ataque que se presentara, y no es que temiéramos a un grupo armado, si no que se nos ponían los pelos de punta de sólo pensar en Amalia. La loca esa estaba armada tal como dijo, de pies a cabeza con huevos, harina y demás cosas. Los huevos eran su arma más peligrosa ya que los vaciaba y llenaba por separado con pintura, aceite, orina o mostaza con perfume, algunos sólo estaban podridos. Lo llevaba todo en un cinturón prefabricado por ella que parecía el cinturón de Batman. Yo temía, no por las demás, sino por mí misma. Era algo común que las amigas de las agresoras se llevaran la peor parte.
Salí con paso firme y rápido, mirando a cada instante hacia todos lados disimuladamente. Las demás caminaban más rápido o incluso corrían. De pronto, al terminar la cuadra, se escuchó un grito conocido: “¡Maldita sea, Amalia!”. Fue lo que dijo su primera víctima que estaba cubierta por pintura azul. Sin pensarlo más, corrí por un pasaje que quedaba cerca del primer ataque. No podía irme por otra parte porque esa era la única vía hasta mi casa. Mientras me internaba dentro del pasaje, podía escuchar los gritos y pisadas de mis compañeras y la estruendosa risa de Amalia. Podía a veces sentir el olor putrefacto de sus armas. Nadie podía vencerla, era la campeona de deportes de la clase del sexto y ahora séptimo A. Me escondí detrás de un árbol y me asomé a ver lo que pasaba. Los gritos se apagaron y sólo se escuchaban quejas y maldiciones, además del olor que cada vez se hacía más fuerte. Así, de pronto vi a Amalia caminando por este pasaje, con huevos en ambas manos como si fuera a batirse en duelo en alguna película de Westerns.
- ¡Sal, sal, de donde estés, Tanita! – así me decía - ¡No importa donde te escondas, te encontraré! Tengo este huevito desde hace tres meses con tu nombre impreso y es solamente para ti.
Me tenía prácticamente acorralada. Yo estaba escondida en el medio del pasaje y ella se acercaba por un extremo. De nada me serviría correr ya que ella era más rápida que yo y me alcanzaría antes de que llegara al final del pasaje. Tenía que salir y enfrentarla…o me quedaba allí escondida, esperando algún milagro. Bueno si quieren saber, sigan escuchando a Amalia contar la historia.
- Entonces sabía que Tania estaba detrás de ese árbol y me acercaba paso a paso, respiro a respiro, pero no sabía que el destino la ayudaría y de qué forma. Detrás de mí escuché el gritar de mi nombre y sin pensarlo me volteé y arrojé el huevo podrido que tenía en mi mano. Ojalá hubiera sido una de ustedes, pero en realidad fue mi propia madre. La dejé para la embarrada y yo sí que estaba en problemas en ese momento. Pensé que me daría la pateadura del siglo y que hasta aparecería en televisión. Después me sacaría del colegio y me metería en un convento. Lo venía venir, me iba a convertir en una monja o me iba a mandar a un psiquiátrico para volverme loca – más de lo que estaba ya, era imposible - ¡Puta que la cagué en ese entonces!
Pero no terminó así. Después de arrojarle el huevo y de quedar petrificada de la sorpresa, Amalia comenzó a balbucear una clase de disculpa. Su madre no dijo nada y se limpiaba los restos de huevo de su ropa. Luego, ella de una bolsa de supermercado que traía consigo, sacó un huevo, uno grande de doble yema. Se acercó a Amalia y se lo reventó en la cabeza.
- ¡Te lo tienes merecida, torpe! – la retó conteniendo la risa. Yo respiré aliviada y caminé en puntillas hasta el otro extremo del pasaje sin que me vieran y me perdí corriendo a toda la velocidad que mis piernas me dieran.

Por fin, y con alegría de todas, la brocheta estaba a punto de quedar completamente en cenizas. Solamente quedaba justo la mitad de un fósforo.
- Me queda un poquito, así que hay tiempo de…
- ¡YA BASTA! – le gritamos todas
- Bueno ya. – refunfuñó molesta y me arrojó la caja de fósforos - ¡Ahí tienes! Ojalá digas algo que valga la pena.
- Por favor, comienza pero nada más de brochetas– indicó la profesora
Saqué un fósforo y lo hice rozar para encenderlo.
- Bueno, yo…- no duré ni un segundo porqué el fósforo se partió a la mitad y se consumió en el aire.
- ¡Oh, bueno! Mala suerte, pero tendrás que pasarle la caja a tu compañera siguiente. – me dijo la profesora –en todo caso, ¿Tú nombre es?
- Tania Zerrante, profesora.
- Bien, Tania, haz lo que te dije.
Mientras pasaba la caja de fósforos, Amalia exclamó:
- ¡Qué genial lo tuyo, Tania! ¡Un aplauso y digo, sólo un aplauso!
Y todas obedecieron con una sonrisa cuando miraba a Amalia con el ceño fruncido.
Estuvimos como una hora con el juego del fósforo quemado. Supuestamente tenemos el recreo a las nueve y media de la mañana, pero la profesora nos dejó salir cinco minutos antes. Excepto a mí que me pidió que me quedara un rato más. Esperó a que todas se fueran para entregarme la caja de fósforos otra vez.
- Ahora enciende uno y dime lo que quieras decirme. – me dijo – Tú fuiste la única que no pudo hablar allí enfrente y yo no quería quedarme con la duda de tu persona.
Buen pretexto, pensé y le seguí la corriente. Tomé de nuevo un fósforo y lo encendí.
- Yo tengo exquisito gusto por el Jazz y el Blues y me encanta tocar la armónica. – hablaba con lengua Tarzánica, pero era la única forma de decir todo lo preciso de mí y de forma clara – Tengo un perro llamado Poncho y soy como el eslabón perdido de mi familia por tener color de pelo y ojos completamente diferente a ellos. – me quedaba un poco de cerillo y entonces, como no tenía nada más que hablar, dije lo primero que se me vino a la mente – Soy rara.
La profesora rió suavemente con lo que dije al final y me contagió su alegría.
- Lo último ya me lo figuraba. – me dijo – Gracias, ya puedes retirarte.
En el justo instante que atravesaba la puerta, sonó la campana de recreo.
Entonces ese día quedé como la rara frente a la profesora, o sea la chica freak, según decían. No me importó, total pensaba que con mis gustos, los cuales eran totalmente distintos a los gustos de las demás, era como para considerarme un tanto extraña.


Ya de noche en casa, mi madre, con cigarro en la boca, preparaba la mesa para cenar. Traté de que dejara por lo menos ese cigarro, pero no me tomó en cuenta. Mi padre, apenas se sentó a comer, abrió su botella de cerveza y comenzó a beber.
- Ya vas a tomar otra vez. - le dijo mi madre
- No te metas, vieja. – le respondió – Que yo no te digo nada cuando fumas.
Era evidente que ambos eran viciosos, pero los dos se llevaban perfectamente bien como pareja y eran felices. Cada vez que discutían por sus vicios, ninguno ganaba y terminaban riendo, fumando y tomando…para variar.
Comimos arroz con pollo. Lo último sobrante del almuerzo y lo último recién cocinado y con un leve olor a tabaco. Por Dios, ni cocinando deja de fumar. Y gracias a eso no falta el día en que se caen cenizas de sus cigarrillos en la comida cuando se está cocinando. Sobre todo cierta vez en que cocinó sopa de pescado y su cigarro, sin querer, cayó dentro del caldo cuando estaba preparándolo. Como estaba ya lista la comida y ese mismo día teníamos de invitados a los hermanos de mi papá y estaban resonando las tripas en la mesa, mi madre astutamente disimuló en saber con hierbas y sirvió la comida. Por suerte noté aquel incidente y solamente yo y mi madre no comimos poniendo de pretexto que no teníamos hambre, aunque sintiéramos patadas en nuestros vacíos estómagos. A todos les pareció exquisita la comida y le preguntaron a mi madre a que se debía ese extraño sabor que tenía la sopa. Ella, haciéndose la lesa, respondió que era un secreto culinario personal. Si lo hubiesen sabido…
Esa fue la escena de mi madre, pero la de mi padre no tuvo tanta suerte ese día. En la noche, a eso de las diez, él y sus hermanos se divertían tomando y fumando en la mesa junto a tres velas encendidas. Mi padre, como costumbre, había bebido ya unas tres botellas él solo y vayan a decirle que el alcohol no es inflamable porque él mismo los azota por ignorantes. Como era típico, en su estómago tanto alcohol y nicotina provocaron que eructara. Le podía haber pasado a cualquiera, pero tenía que pasarle a él. Su eructo fue tan grande y fétido a alcohol que, en compañía del fuego de una vela, se formó una llamarada que mi hermano bautizó como: “el eructo ardiente”. Y con eso el cabello de uno de sus hermanos se quemó por completo. La alharaca que provocó por sus gritos y el show que se formó al ver a mis padres y tíos corriendo con agua en jarros y vasos y arrojándola a la cabeza de mi pobre tío fue una digna escena de película cómica o sacada de The Simpsons. Yo y mi hermano llorábamos de la risa y nos apenaba no haber tenido en ese momento una cámara de video.
Después de la cena, levanté mi plato y me dirigí a mi habitación. Tenía unas tres páginas de tareas y quería terminarlas ese mismo día, aunque el plazo de entrega fuera el jueves de la semana próxima. Apenas me senté en mi escritorio con cinco libros y cuadernos apilados, sentí gritos desde afuera.
- ¡Tania! ¡Sal, Tania!
Escuché que mi madre abrió la puerta y saludó.
- ¡Tania, te busca Amalia! – me dijo mi mamá.
- ¡Que pase! – le ordené.
Sentí el cerrar de la puerta y los bruscos pasos de Amalia hasta mi habitación. Yo estaba dando la espalda a la puerta cuando ella entró rebozando de felicidad.
- ¡Hola, chica roja! – me saludó golpeando mi espalda - ¿Cómo estás? ¿Qué estás haciendo? – se lanzó a mi cama y comenzó a jugar con mis peluches.
- Estoy haciendo la tarea – le respondí -, que, por cierto, tú también deberías de hacer.
- Pero si ya la hice – me dijo haciendo la mímica con uno de mis peluches.
- ¿Cómo? ¡Ya la realizaste toda! Pero si son tres páginas de cuaderno universitario.
- Es que esa tareíta de historia universal es de lo más fácil, sobre todo ese cuestionario. ¿Qué cambios trajo a la Edad Media las Cruzadas? Mucho descubrimientos y demás cosas; ¿Cuáles fueron las más importantes cruzadas?, ¿Cómo era conformado un castillo feudal?, ¿Qué es el feudalismo?, y así, así, así. Todas esas cosas las respondí antes de venir y no me tardé demasiado. El hecho de que tú cenes todos los días te quita mucho tiempo para estudiar y hacer las tareas. Deberías ser como yo y comer sólo tres veces al día en lugar de cuatro. Desayuno, almuerzo y once. Cada uno con siete horas de diferencia y estarás saludable y con tiempo para hacer esas cosas del colegio.
Me parece increíble su persona. Buena en deportes, inteligente en la mayoría de las materias y extremadamente simpática, pero algo tocada. No lo notaba, pero a veces siendo así, sentía una aire de arrogancia fluir de ella.
- Bueno, ¿Y a qué viniste?
Dejó el peluche de lado y se me acercó.
- Acaso tengo que tener un pretexto para verte – me dijo estirando mis mejillas - ¿Eh, Tanita?, ¿Porqué me dices eso?, ¿Será que ya no me quieres? Sí, debe ser eso. Me desprecias, ¿No es así? Y yo que pensé que éramos buenas amigas – me decía dramáticamente y sollozando – Entonces, me iré. Hasta luego.
- ¡Ya deja de fanfarronear! Yo no dije eso.
- Entonces, vamos.
Me sujetó del brazo y me llevó fuera de mi casa.
- ¡Vamos a salir, señora! – le dijo a mi madre - ¡No se preocupe que se la traeré entera!
Eso no era lo que me preocupaba a mí, sino el hecho de qué iba a hacer era lo que me erizaba los cabellos. Se sacó corriendo de la casa y se detuvo de súbito a los pocos metros. Como yo prácticamente iba volando detrás de ella, choqué abruptamente contra su espalda y caí al suelo, pero ella ni siquiera se inmutó.
- Vamos a las maquinitas. – me dijo con una sonrisa – Yo pago, así que no te preocupes por nada.
Me tomó otra vez de mi brazo que aún no se recuperaba de la marca que me dejó antes y me llevó otra vez volando hacia las maquinitas de video.

Era un local instalado en la ampliación de una casa. Las luces del anunció brillaban y se podía leer: “Vide ju gos”. Era porque se habían robado le “e” de juegos por pura diversión y la “o” de video estaba quemada. También que la “v”, la “d” y la “j”, tiritaban por el desgaste. Ese puesto de entretención tenía alrededor de quince años y fue uno de los primeros con aquellas máquinas funcionando en el país. Se podía jugar antes juegos mame o de atari. Ambos clásicos para los jóvenes de antaño y que aún no dejaban de ser adictivos. El puesto ahora funcionaba con lo último en videojuegos desde que el dueño de sesenta años instaló dos consolas de Nintendo y una de Super Nintendo. Las primeras con cinco juegos y la última sólo con dos. El imperdible Mario BROS era el predilecto de la mayoría de los clientes.
Amalia, en cambio, jugaba Space Invader exclamando a cada nave alienígena que destruía sus correspondientes maldiciones de victoria. Yo trataba de disimular y ponía cara de que no la conocía. Siempre me daba vergüenza ajena verla haciendo esos disparates frente a los videojuegos y además el hecho de que todos los demás la miraban. Con los dos mil pesos que me dio compré unas cuantas fichas de flipper y me entretuve jugando hasta que se acabaron. Me encantaban esos juegos y además eran los únicos que jugaba cada vez que Amalia me arrastraba hasta aquí. Impulsar aquella bola de acero por esos túneles y golpearla con esas palancas me entretenía bastante. De hecho tenía el record del local con no sé cuantos puntos acumulados.
- ¡Maldita sea! – exclamó Amalia de pronto muy molesta - ¡Perdí otra vez! A ver si tengo otra ficha. ¡Maldición, se me acabaron todas! – decía dando pataletas –. Tendré que comprar más. Ni modo.
Se acercó a la caja del local y dejando fuertemente unos mil pesos sobre la mesa, pidió lo que alcanzara en fichas de video y una de tacataca.
- ¡Gracias, señor! – dijo guardando sus fichas – Pero me haría un minúsculo favor.
- ¿Cuál sería? – preguntó el cajero con la única intención de que se alejara lo más pronto posible de su vista. Creo que le tenía miedo.
- Podría cambiar la estación de radio – le rogó – Es que esa música ambiente me desconcentra cuando estoy jugando.
- De acuerdo. – aceptó moviendo el sintonizador FM.
- ¡Déjela ahí! – le ordenó Amalia – Esa canción sí me gusta.
Y todos los presentes allí tuvimos que escuchar Highway to the hell del grupo AC/DC y también soportar el cantar de Amalia.
- ¡Ahora si verán, malditos alienígenas! – los amenazaba riendo - ¡Conocerán a la verdadera Amalia! Los voy a….los voy a…¡Los voy a mandar al infierno, desgraciados!
No tuve tiempo de verla jugar porque estaba muy concentrada en la bolita de acero, pero igual podía escuchar sus alaridos cuando perdía cada vez más frecuentes. Me quedé sin fichas de pronto por lo que fui a comprar más. Al pedir unas cinco en caja, noté que el cajero miraba directamente hacia donde estaba Amalia. Cuando la vi, comprendí aquella expresión de terror del cajero. Amalia estaba a punto de un ataque de ira por sus constantes derrotas y no querrán conocerla cuando se enoja. Le ordené al cajero accionar la alarma de incendio para que todos salieran. Nadie dudo en escapar al verla allí jugando. Apretando tan fuerte los botones que sus dedos los atravesaban. La música seguía sonando mientras todos salían cuando la voz de Amalia se apagó y quedó parada mirando fijamente la pantalla que decía con grandes letras rojas: You lose.
- ¡Salgan pronto! – les ordené a gritos.
Amalia se puso completamente roja como la cabeza de un termómetro a punto de estallar y, tal como lo temía, enfureció. Golpeó la máquina de videojuegos y la hizo añicos de un solo golpe. Gruñendo como demonio, golpeaba todo lo que estuviera a su paso con una increíble fuerza. Parecía una parodia de dibujos animados y, al igual de cómo terminan, el local estalló por su propia ira.
Del humo y escombros salió ella calmadamente dirigiéndose a mí que estaba encima del cajero y de no sé cuantas personas, sucia y aún asustada.
- ¿Quieres jugar al tacataca? – me preguntó con una sonrisa.
Sin poder hablar a causa del miedo que aún tenía, le señale la hora en un reloj de un brazo que se asomaba por allí.
- Cierto, tienes razón – me dijo – Es hora que volvamos a casa.
Me sujetó del brazo tal como llegamos, nos fuimos mientras ella decía adiós. Era la quinta vez en ese año que pasaba eso y aún no sabía por qué siempre renovaban aquel juego. Sería bueno de una vez por todas se desasieran de él por el bien de todos y, especialmente, por el mío propio.


Eso es todo, folcks, gracias por haberse leído eso tan largo y no olviden luego parpadear porque leer por el monitor jode la visión.

See ya!!!