Antes de seguir con Tania y sus psicoaventuras, quisiera subir un cuento que escribí hace un tiempo y que pertenece a una especie de colección de cuentos de terror en desarrollo que título "Desaires Apocalípticos", los cuales poseen terror necro, humor negro, gore y otras cosillas impactantes.
Les dejo el primero, disfruten.
Los Peluches
Mañana se cumplían siete años trabajando en el orfanato y el séptimo cumpleaños de su hija. Como todos los años, el dinero seguía ausente en cantidad, por lo que siempre le regalaba un peluche grande a su hija hecho por sus propias manos. Siempre le gustaban, sabía bien que él no podía hacer otra cosa. Su sobreesfuerzo apenas le alcanzaba a permanecer con vida en ese asilo infantil. Lejos de todo y de todos, Eduardo se encargaba de que todo estuviera trabajando en orden en el orfanato: la luz, la calefacción y el agua. Pese a ello, pese a ese esfuerzo a veces sobrehumano, el sistema permanecía en pésimo estado.
Pero debía de contentarse, fuera había guerra y todos los hombres mayores del orfanato fueron enviados a luchar. Se agradecía de poder permanecer con su hija, se agradecía de la amputación de su pierna, de la prótesis que le acompañaba y se agradecía de tener aún un trabajo.
Dentro del orfanato trabajaban cinco mujeres mayores que echaban y mantenían el orden entre los niños. Ningún infante superaba los doce años. Cruelmente los mayores de tal edad fueron enviados a las fronteras, a servir y luchar. Los pocos inocentes estaban allí encerrados. Eduardo deseaba que la guerra terminase pronto, no quería ver partir a su hija.
Llegó el día y también el típico regalo. Como era su tradición, todos los años hacía los peluches del tamaño de su hija. No le gustaba que se relacionara con los demás niños, pese a que eso era inevitable. Le molestaba que se mofaran de ella, todo porque su padre seguía vivo y vivía con ella.
- Eduardo, ¿haz visto a Arturo? – le preguntó Adelinda, la menor de las mujeres encargadas, cuando Eduardo cargaba un oso de peluche -. No lo he visto en todo el día y no fue a su clase ni a la misa de la mañana.
- No, Adelinda, no le he vito - contestó -. Estaré alerta y te diré lo que pueda llegar a saber.
- Gracias, Eduardo. Sabes que me preocupa mucho. Tengo miedo de que las batallas lleguen a nosotros. No por nada existe el fuerte rumor de que raptan niños para la guerra – comentó con un nudo en la garganta -. No quiero pensar que eso le ocurrió a él.
- Mantendré los ojos abiertos – dijo para calmarla y siguió su camino.
Entró a su habitación que compartía con su hija. La pequeña de cabello largo, negro y de ojos azul pálido saltó de alegría al ver su regalo. Lo cogió, lo abrazó y se los presentó al resto de su colección. Él sonreía a ver feliz a su hija, le encantaba ese pequeño destello de luz en esos fríos días de invierno.
- Eduardo, ven pronto al vestíbulo – le ordenó la señora Marta, la mayor de las mujeres encargadas -. Necesitamos que nos ayudes a recibir a unas personas.
- Voy en camino, señora.
En el vestíbulo estaban todas las mujeres del orfanato, unos niños que espiaban desde el segundo piso y otras personas mojadas hasta los huesos y pálidas como la nieve. Se quitaron sus abrigos y Eduardo los recogió. En total, eran diez niños de diversas edades y un hombre delgado, desaliñado y resfriado.
- Buenas tardes, señoras – dijo con voz ronca.
- Buenas tardes – contestó la señora Marta -. ¿Quién es usted?
- Marcelo Renan, Señora – respondió -. Sólo un simple repartidor – señaló a los niños y tosió un poco.
- ¿Y estos niños…?
- Son refugiados – le interrumpió -. Han quedados solos luego de que sus familias fueran a la guerra.
Los pequeños temblaban de frío y tenían los labios morados.
- Sandra – llamó.
- Sí, señora.
- Lave a estos niños, dale ropas y algo caliente para beber.
- Si, señora.
Los niños la siguieron resignados y asustados. Miraban alrededor con ojos apagados como si observaran una tumba.
- ¿Eso es todo, señor Marcelo? – preguntó la señora Marta.
- No, señora, también necesito darle algunas noticias sobre la guerra.
- Bien, síganos hasta el comedor.
Todos los adultos del orfanato llegaron hasta el comedor y se sentaron expectantes ante las noticias que traía Marcelo. Después de todo, es el primero extranjero que aparece en el orfanato hace varios meses.
Adelinda se encargó de preparar un poco de café y de servirlo a todos. Una vez Marcelo bebió un poco y su cuerpo hubo recuperado algo de calor, habló:
- Estamos perdiendo. Las tropas extranjeras se dispersan en nuestras zonas y nos atacan por sorpresa durante la noche. Algunos frentes han caído por culpa de espías y ha provocado un desorden y total desconfianza en las tropas. Por ello, se ha decido no revelar planes ni estrategia a nadie.
“Señoras – dijo sin mirar a Eduardo -. No creo que podamos soportar más. El hambre y la muerte están por doquier. Siéntase afortunadas de vivir aún bajo techo.
Ninguna quiso preguntar por parientes o conocidos. La mirada fría de Marcelo era suficiente respuesta.
Siguieron hablando hasta bien entrada la noche. Las noticias hicieron más denso el ambiente en el orfanato. Mas lo que aseveró Marcelo: “toman de rehenes a menores y les obligan a luchar”.
Eduardo supuso que era sólo cuestión de tiempo, pero no podía pensar cuánto.
La lluvia amainó al día siguiente dejando un espeso rastro de humedad en el ambiente. Los niños estaban más contentos ya que salieron a jugar fuera luego de días dentro del orfanato. A las mujeres no les importó verlos embarrarse, sólo querían verlos felices ese día. Tenían aún grabadas las palabras de Marcelo en sus cabezas y las imágenes en su imaginación las empeoraban.
- Hola, ¿cómo te llamas? – le preguntó una de las niñas nuevas.
- Cristina – respondió la niña de ojos azul pálido.
- Yo soy Linda. ¿Quieres jugar conmigo?
- Si.
En ello, una bola de fango impactó en la cabeza de Cristina y salpicó a Linda.
- ¡Qué asco! – exclamó Linda.
Cristina volteó y miró fijamente a Daniel, un chico criado desde bebe en el orfanato y que desde hace poco ha estado molestándola. Su mirada de odio sacó carcajadas en Daniel que no paraba de apuntarla ni de invitar a otros a la fiesta. Cristina se limpió los ojos y se lamió los labios. Contuvo en barro en su boca envolviéndolo con su saliva, se acercó a Daniel y le escupió directamente en los ojos. Sabía que eso era algo de niños, pero de verdad estaba enojada y poco le importaba ya su orgullo.
- ¡Marcado! – exclamó Cristina.
- ¡Ah, maldita! – gritó Daniel -. ¡Me entró en los ojos!
Eduardo presenció todo.
Cristina se limpió el resto de la cara y fue a jugar con Linda. Ella quedó perpleja ante la reacción de Cristina. Si el barro ya era asqueroso, escupirle en la cara era peor. Pero con sólo mirarla de reojo supo que era el ambiente. El rostro de Cristina emanaba una madurez no propia de su edad, parecía mayor, mucho mayor, como si fuera una reencarnación.
Jugaron toda la tarde mientras reían y se contaban sus cortas vidas (y lo que podían entender de ellas). Anécdotas raras, risas y aventuras ficticias eran lo común. Cristina le contaba sobre la vida en el orfanato, el nombre de cada niño y niña y su principal característica o defecto. Explicándole el mundo a su manera, Linda comprobó que no sólo ella había visto oscuridad allí afuera.
Cuando el cielo se tornó violeta y las luces del crepúsculo comenzaban a oscurecerse, todos los infantes fueron obligados a entrar al edificio, a lavarse y a cambiarse de ropas para la cena. Cenaron papas a la puttanesca en mínimas porciones e iguales para cada comensal. No tenían muchos víveres y debían rendir al máximo los alimentos que reservaban para los días venideros. Aún así, el hambre era lo que menos les preocupaba ese día.
Los niños estaban satisfechos con la cena y eso complacía a los adultos. Una vez terminados sus platos, Adelinda los convocó a la sala de estar donde les contaría historias de aventuras, como cada noche.
- Son estupendas – le susurró Cristina a Linda -. Te encantarán.
El frío congeló los bordes de las ventanas y mató a toda flor que sobrevivió a la lluvia. Dentro chispeaba un voraz fuego en la chimenea mientra Adelinda les contaba a los emocionados y asustados niños la odisea de un joven por conseguir el ojo de oro de manos de un malvado brujo de tres cabezas. Gritaron cuando el brujo se comió vivo a un hombre; lloraron cuando el héroe dejó a su amada para ir a luchar y se llenaron de alegría cuando, al final, derrotó al brujo degollando sus tres cabezas. Como todas las historias de Adelinda, después de la pesadilla, terminaban con un final feliz y con moraleja para los niños, quienes poca atención daban a esas últimas y sabías palabras. En sus cabezas aún seguían vivas las peripecias de los héroes y las maldades de los villanos y que en sus sueños otorgaban su protagonismo y acomodaban la historia a gusto, con el mismo final.
La historia acabó y se consumió el fuego. Antes de que el frío hiciera su inapreciada entrada, todos los niños y niñas fueron enviados a sus camas.
- Eduardo, aguarda un momento – le detuvo la señora Marta mientras se dirigía a su habitación.
- Dígame, señora.
- Hay por lo menos dos camas en mal estado, Eduardo. Apenas esta mañana nos percatamos de ello ya que los niños nuevos no hablan mucho con nosotras. Creerán que les golpearemos por ello – suspiró -. ¡Vaya vida que han tenido! En fin, mañana encárgate de arreglar todas las camas dañadas.
- Sí, señora – contestó.
- Y otra cosa, como hay menos camas, trasladamos a los niños afectados a otros cuartos. Pero nos faltó una niña, ¿puede dormir en la misma habitación que tu hija? Sé que piensas de ello, Eduardo, pero lo necesitamos. No me obligues a usar mi poder contigo.
Eduardo se mordió el labio y asintió. No podía increparla, no a ella, después de todo, gracias a su caridad tiene trabajo, comida y un techo donde vivir.
- Bien, gracias. Haré que Adelinda la escolté a tu cuarto.
Se internó en la oscuridad y Eduardo quedó de pie en el pasillo sosteniendo su vela. Faltaba poco para que se consumiese, pero no le importó. Después de todos esto años, era la primera vez que otro niño dormía en su habitación además de su hija. No le gustaba, para nada. No tenía ojos mas que para su hija y así se quedaría para él. Otro niño allí era como un tumor, algo indeseable que conjugará en su contra.
Su vela se apagó y le atrapó la oscuridad. Los crujidos en la vieja madera iban en crescendo junto el aumento suave de una tenue luz. Apareció Adelinda junto con una pequeña de pelo castaño. La luz jugaba con el color se sus ojos que, supuso Eduardo, eran marrones. Tenía unas cuantas pecas en la cara y unas sombras que contaban muchas historias y que nadie querría oír.
- Ella es, Eduardo – la presentó Adelinda -. Se llama Linda.
La niña lo miró bajo y con respeto. Eduardo no esperaba verla después de que todo el día estuvo junto a su hija. Sentía mezcla de sentimientos. No sabía qué habían hablado, pero Cristina se durmió sonriente esa noche. Algo extraño en ella. Aún así, le disgustaba que volviera a juntarse con Cristina.
- Mucho gusto – murmuró Eduardo.
La niña asintió y forzó una sonrisa. La oscuridad y la luz baja le daban un aspecto fantasmal al rostro de aquel hombre.
Eduardo encendió su vela con la llama de la que sostenía Adelinda. Se la pasó a Linda y le abrió la puerta de su cuarto. Cristina dibujó una mueca al sentir la luz y abrió los ojos. Sonrió de oreja a oreja al ver a su amiga allí y ni le extrañó la hora.
- ¿Qué crees? – musitó Linda (sabía que no podía hablar fuerte, eran las reglas) -. Voy a dormir aquí.
- ¡Cielos! – exclamó Cristina en un suspiro.
Eduardo cerró la puerta para que Linda pudiera ponerse su pijama. En el pasillo sólo estaban los dos, la vela encendida y la oscuridad. Adelinda miró la sombra en sus ojos y entendió la situación.
- Debes dejar que crezca, Eduardo – susurró -. No puedes tenerla encerrada de por vida.
- Sólo hago lo mejor para ella – gruñó.
- Pero no esperes que salga seca si navega en alta mar, Eduardo. Ambos viven aquí, es normal que deba convivir con el resto de los niños.
No contestó.
- Sé que piensas en tu esposa y lo que hizo por esos niños. Pero no los culpes a ellos, ella lo intentó.
- Pero fue en vano – musitó tragando lágrimas.
- Tal vez, pero…
- ¡Pero, nada! Murió igual que esos mocosos. Esos malditos la llevaron a la muerte. La casa se hubiera caído con ella o sin ella. Aún maldigo su decisión.
Abrió la puerta con brutalidad. Ambas niñas estaban durmiendo en la misma cama y la vela estaba apagada sobre una silla. Eduardo cerró la puerta no antes de decir “buenas noches” a Adelinda con acidez. Sin decir más y con un torbellino de odio en sus pensamientos, se acostó con la ropa puesta y se durmió al instante.
La lluvia causó estragos en la zona, cortando caminos e inundando las plantaciones. Los víveres se acababan y apenas podían comprar más. Los precios subían a niveles astronómicos y la lluvia de muertos no cesaba. La vida pasó de ser dura a un infierno en tierra. Muchos optaban por el suicidio para ahorrar penas, otros esperaban por un mañana mejor.
Ese mañana llegó, junto con una fuerte ventisca.
- Feliz Navidad, niños – dijo la señora Marta en el desayuno.
- Feliz Navidad, señora Marta – respondieron en coro.
Este año no había regalos, sólo una cena que acabaría con todos sus recursos y un árbol adornado con dibujos de los niños y adornos reciclados y usados por años. Aún así, los niños estaban felices. Sus contagiosas sonrisas se multiplicaban y hasta el edifico compartía con ellos. Sus viejos bloques y tablas danzaban a sus pies y se olvidaban de las termitas. Se olvidaban así del frío y de los metros de nieve que cubrían la tierra. Los niños jugaban en la sala, todos salvo Cristina. Estaba resfriada y acostada en su cama. Aunque no era serio, su padre culpaba a los otros niños por contagiarla. Por ello la encerró en su cuarto bajo llave y sólo abría para llevarle comida o alguna medicina. No dejaba que nadie más entrara, ni siquiera las señoras.
Eduardo le entregó su regalo: un peluche de un conejo de su mismo tamaño. Ella río, lo besó y lo acostó a su lado.
- Papá, ¿puede venir Linda a jugar? – le rogó mientras tomaba su ya fría sopa de cebolla.
- Sabes que no puedo – contestó secamente -. Puede contagiarse.
- No creo. Yo ya estoy mejor. Hace días que estoy mejor.
- De igual manera, no quiero arriesgarme.
- Por favor, Papi, por favor – le suplicó mirándolo con ojos de cachorro apaleado -. Hazlo como un regalo de Navidad. Me siento sola aquí.
Sus ojos fueron un golpe bajo. Sabía que no podía resistírsele, ni el diablo podría.
- Bueno, bueno, la traeré – dijo de mala gana -. Pero termínate tu sopa.
Cristina arrojó la cuchara y bebió la sopa directamente del plato hasta la última gota.
Poco rato después llegó Linda. Escuchó a su padre toser con rabia detrás de la puerta mientras la cerraba e irse caminando. Cuando sus pasos se extinguieron, saltó de la cama y se acercó a su colección de peluches. Tomó un oso de orejas enormes y redondas que le llegaba a la cintura y lo dejó en medio de ambas.
- Feliz Navidad, Linda – dijo Cristina.
Linda no supo qué decir. En tres años no había recibido nada en Navidad. Sus ojos se inundaron de lágrimas que no pudo contener y estalló de felicidad arrojándose sobre su amiga, abrazándola.
- Gracias, Cristina.
Cristina rió y le limpió una lágrima.
- Anda, abrázalo.
Linda tomó el oso y lo abrazó con todas sus fuerzas. Su cubierta era de suave pelo y esponjado en sus extremidades. En su interior había algo, algo tieso que, supuso Linda, le daba estabilidad. Pero lo adoraba, lo amaba, y nunca se separaría de él. Más que un regalo era un sello de amistad.
En otro lado del orfanato, la felicidad se marchitó. No fue el frío ni fue la ausencia de regalos, fue una visión a lo lejos. Algo que ni siquiera la nieve logró cubrir. Algo que manchaba la blancura del día. Algo que hizo temblar la tierra.
Los que siguen vivos hoy en día recuerdan que se detuvo el tiempo antes del impacto. Un grito del destino les hizo callar y enfocar la vista en el horizonte, dejar de respirar y escuchar el silencio sepulcral.
Linda abrió la boca pero el estruendo la derribó. Algo estalló lejos del orfanato y dejó un rastro de humo, fuego y destrucción a su alrededor. La onda expansiva chocó con furia contra el viejo edificio rompiendo varias ventanas. Los niños gritaron y los más jóvenes lloraron de miedo. Algunos corrían a esconderse, otros aguardaban estáticos su hora. Las señoras, frenéticas, trataban de controlar la situación. La señora Marta ordenó a todas escoltar a los niños al sótano, sin excepción, lo más rápido posible.
- ¡Eduardo, sígueme! – le gritó.
Ambos subieron corriendo las escaleras hasta el tercer piso y buscaron una ventana que les diera cara a la escena. A lo lejos, una densa nube de humo subía indiferente al cielo.
- Díos mío – murmuró Eduardo.
- Shh, calla – le ordenó.
Aún se oían los gritos de los niños, las pisadas alteradas y las fuertes y drásticas voces de las señoras guiándolos al sótano. Dos minutos después, el silencio volvió y no era muy bien recibido, no en ese ambiente.
No eran muy luminosos, pero eran rápidos como una estrella fugaz y con un sonido tardío que de inmediato hizo temblar a la señora Marta. Eduardo pensaba sólo en su hija, en su Cristina, y sin más corrió escaleras abajo hasta su habitación. La señora Marta le gritó algo que no pudo comprender. Sabía lo que estaba en juego.
Tropezó al bajar las escaleras y cayó precipitadamente. No pensó en el dolor y siguió corriendo. Cuando llegó, abrió la puerta hasta el tope. Su hija no estaba allí. “El sótano”, pensó. Al salir del cuarto cayó de bruces. Su única pierna le dolía a morir y vio una mancha de sangre impregnando sus pantalones y bajando por la rodilla. Maldijo y se puso de pie sosteniéndose de la cama. Salió corriendo lo más rápido que podía, cojeando, y perdiendo el equilibrio más de una vez.
- ¡Eduardo! – escuchó a sus espaldas - ¡ Espera, Eduardo!
La señora Marta corrió hasta él, le detuvo y observó perpleja la sangre en su pierna.
- Esto es serio, necesitas ayuda.
- ¡No es nada! – bramó - ¡Tengo que encontrar a mi hija!
Siguió caminando. La señora Marta le sostuvo un brazo y lo ayudó a seguir.
- Está en el sótano – dijo -, junto con los demás.
Llegaron al primer piso y pudieron sentir un hedor horrible y familiar. La pólvora quemada emanaba cerca y el ruido de los disparos se intensificaba como el miedo en sus cuerpos y la nebulosa figura de la muerte. No fue hasta que una bala perdida destrozó el vidrial de la puerta que salieron de su estado de shock y recomenzaron la carrera. LA señora Marta abrió la puerta del sótano y bajaron las escaleras. Crujían demostrando su edad y el temor a que un peldaño cediera era mínimo en ese instante. Al llegar abajo, muchos rostros se unían en una única expresión.
- Gracias a Dios que llegaron – suspiró Adelinda ayudando a Eduardo a incorporarse.
- ¿Dónde está Cristina? – preguntó desesperado.
El silencio fue una fría respuesta. Nadie lo sabía.
- Ni siquiera está Linda – comentó uno de los niños nuevos.
Eduardo saltó hacia las escaleras, pero fue detenido por tres señoras.
- ¡No seas estúpido! – exclamó la señora Marta -. ¡No puedes salir en ese estado!
- Mi niña está allá afuera – gritó -. Debo salir a buscarla.
- Pero su pierna – dijo Adelinda.
- ¡A la mierda!
Saltó nuevamente y fue detenido por una bofetada de la señora Marta.
- ¡Basta de esto! – ordenó.
La conmoción crecía cuando un temblor sacudió los cimientos y el polvo cayó en sus cabezas.
- Yo iré a buscarlas – dijo Adelinda.
- ¡Ni de broma! ¡Tú te quedas aquí! – contestó furiosa la señora Marta -. Nadie saldrá de aquí hasta que afuera esté seguro – se acercó hasta las escaleras y cruzó los brazos -. Es definitivo, no quiero arriesgar vidas.
- Pero mi hija – gimió Eduardo.
Ella le miró con frialdad, pero el brillo de sus ojos le entrego toda su compasión y su dolor. Sabía lo que él sentía, también tuvo que pasar por ello.
Cristina corría sosteniendo a su conejo por una pata y a Linda de su mano izquierda.
- ¿Dónde vamos? – preguntó Linda.
- Ya verás – contestó Cristina -. ¿No quieres jugar con tu oso? Yo conozco un buen lugar, pero está hasta arriba.
La señora Marta ordenó a las señoras pasar lista. No quería llevarse la sorpresa de otra desaparición. Cinco minutos después sintió otra puñalada en el pecho.
- Señora Marta – dijo una de las señoras -. Nos falta Daniel.
Las niñas llegaron al tercer piso y ante la misma ventana que daba a la densa humarada del bosque. Linda observó con temor y los recuerdos de sangre volvieron a ella cuando vio esos haces de luz y escuchó su funesto ruido.
- Han llegado – murmuró.
- Sí, ¿y? – contestó Cristina -. Ya sabes lo que pasará y pensarlo más es una perdida de tiempo. Mejor disfrutemos el rato.
Linda no sabía qué pensar. En parte su amiga tenía razón, pero era un suicidio permanecer allí arriba. Caminó hasta su amiga abrazando su oso nuevo y observando la habitación. Creyó de pronto oír a su madre y ver lágrimas de desesperación en sus ojos.
- ¡Rápido, Linda, escóndete bajo la cama!
Ella corrió y quedó allí en un rincón oscuro.
- Quédate en silencio, querida.
Su madre corrió hasta la puerta cuando alguien la abrió de una patada. La puerta golpeó la cabeza de su madre y la derribó. Alguien caminó hasta ella, le gritó palabras que Linda no pudo comprender y soltó una ráfaga de luces sobre ella.
Ahogó un grito, como le dijo su madre.
Linda despejó sus ojos y vio a su amiga hablándole a su conejo. Se arrodilló a su lado y sentó a su oso.
- ¿Quieres comer algo? – decía -. A que si, ¿cierto? Si, tienes hambre. Eres un conejito goloso, ¿no es así?
Se levantó.
- Espérame aquí.
Linda se quedó sola por un momento que le pareció eterno. Miró al conejo a los ojos. Tenía algo extraño, algo familiar. Le miraba como si la conociera, como si estuviera vivo. Retrocedió un poco. Esa sensación le dio miedo. Cogió a su oso y le abrazó nuevamente, evitando al conejo, miró la cara del oso. Sintió otra vez esa dureza en su interior, pero lo más extraño era algo líquido dentro de sus ojos. Lo sacudió un poco y se percató de ello.
- ¿Qué tienes, pequeñín? ¿Te entro aguas a los ojos o estás llorando?
- Por favor, señora Marta – rogaba Eduardo -. Debo buscar a mi hija.
- Lo siento, Eduardo, pero no puedo dejarte ir. Aunque me duele en el alma, tienes que pensar que tu hija está en un lugar mejor.
- Señora, por favor – repitió -, usted no entiende. Soy el único que puede mantenerla con vida.
La señora Marta miró sus lágrimas y su desesperación. Fugazmente pensó en matarlo, no soportaba verle así.
- En verdad – dijo al fin -. Lo siento, Eduardo.
Cristina llegó cargando un recipiente rojo muy grande y cubierto con un paño.
- Vas a ver que rica comida te he preparado – le dijo al conejo mientras le ponía el paño como babero -. Pero antes, debes aprender a mirarme.
Del recipiente Cristina sacó un cuchillo. Linda quedó perpleja. El cuchillo era casi tan largo como su brazo y su hoja reflejaba todo tan claramente como un espejo. Cristina rodeó al conejo y se detuvo a sus espaldas.
- ¿Te gusta este masaje? – le dijo mientras tocaba su cabeza -. Me alegro. Buen chico. Ahora quédate quieto y no llores, esto te va a doler un poco.
Cristina enterró el cuchillo en la cabeza del conejo y comenzó a cortar hasta llegar al cuello. Linda no daba crédito a lo que veía. ¿Qué estaba haciendo?
- Cristina – susurró.
- Espera un momento, Linda – le dijo -. Cuando Daniel coma, jugaremos en paz.
- ¿Le llamas Daniel?
Cristina dejó caer el cuchillo, cogió algo del recipiente que Linda no pudo ver y lo metió en la cabeza del peluche.
- Sí, así le puse – contestó -. Porque, después de todo, es así como se llama.
Cristina coció su cabeza en breves minutos. Se acercó otra vez al recipiente y sacó dos platos, dos cuchillos y dos tenedores. Sirvió una masa roja mal oliente en ambos platos y le deslizó uno a Linda.
- Toma, dale de comer a tu oso.
Linda vio claramente aquella sustancia. Parecía carne por el color y tenía trozos blancos. Cristina tomó un poco de la comida con su tenedor y la puso en la boca de su conejo.
- Vamos, no temas – le dijo -, esto es delicioso. Sé que te gustará.
Linda quedó atónita. No podía creerlo. Aquel conejo, ese peluche, de pronto abrió su boca y tragó lo que Cristina le ofrecía.
- ¿Qué esperas, Linda? – dijo sonriente -. Dale de comer a tu oso.
El conejo mascaba con mirada perdida los bocados que Cristina le ponía en la boca. “Debo estar soñando”, pensó Linda. Cogió el tenedor y lo untó en la comida. Sintió su suave consistencia al introducirlo y el sonido viscoso al sacarlo. Con la mano temblorosa, acerco el bocado a la boca de su oso. Este frunció levemente su nariz y abrió la boca. Linda sintió el deseo de correr, donde sea, pero de huir de allí. Sin embargo, le dio el bocado al oso. Este mastico con lentitud.
- ¿Lo ves? Tenía hambre.
Linda quería llorar. Estaba muerta de miedo.
En el sótano, Eduardo se levantó ante la vista atónita de todos. Apoyaba todo su peso en su prótesis y se acercó decidido y tambaleante ante la señora Marta. Antes de que pudiera decir algo, Eduardo la hizo a un lado de un golpe seco en la sien. Las señoras gritaron ante la agresión mientras Eduardo subía las escaleras.
Lo que más temían ocurrió.
La puerta principal cayó por unos hombres que buscaban refugio. Detrás se oían disparos y explosiones; gritos de histeria y de dolor; y de órdenes imposibles de cumplir. Estos hombres no pudieron alcanzar el vestíbulo. Sus enemigos los alcanzaron y les dieron muerte por la espalda. Así se rompió la esperanza del interior, todos los moradores del orfanato sintieron una punzada en el corazón. Cada paso que esos hombres daban les acercaba a su muerte.
Eduardo lo supo, los vio entrar y disparar. Estaba escondido tras la pared que daba al pasillo esperando que esos hombres se largaran. Pero su interior sabía que eso no pasaría hasta que el edificio fuera una montaña de cenizas. Sentía el tiempo pasar y como la desesperación, la ira y el miedo le fluían por las venas. No podía quedarse allí hasta que ellos encontraran a su hija. Pero tampoco podía salir a pelear, lo matarían al menor suspiro…tampoco podía esperar.
- Ya está – alabó Cristina -. Si que tenías hambre. Haz acabado con todo y no dejaste una sola migaja.
El oso de Linda mascaba su último bocado. Quería despertar de la pesadilla y olvidarlo todo, como cada mañana que no puede recordar sus sueños. Pero por más que se peñiscara, no conseguía salir de ese ambiente de ultratumba ni eliminar ese malestar en su estómago.
- Ahora – dijo Cristina poniéndose de pie - ¿Lista para jugar?
Linda no contestó.
- Creo que si – se dijo.
Acarició bajo las orejas del conejo y le susurró algo que Linda no pudo comprender. Cristina miró al oso y repitió los mismos extraños sonidos. El oso y el conejo se pusieron de pie y alzaron su mano hacia las niñas. Cristina tomó la mano de su conejo y le indicó a Linda que hiciese lo mismo. Linda titubeó y acercó su mano lentamente hasta el oso. Su oso la sujetó con suavidad y Linda juró ver una sonrisa en su boca.
- Vamos a jugar.
Cristina comenzó a caminar junto con el conejo y Linda fue guiada por el oso. Bajaron las escaleras.
Se dirigían al primer piso.
Uno de los hombres ordenó que revisaran el edificio. Mando a unos a los pisos superiores y a otro al sótano. No paraban de apuntar ni de mirar sobre su hombro. Caminaban con sigilo y en total alerta. Eduardo se sentía perdido: ya podía saborear la muerte.
Las niñas llegaron al segundo piso y fueron recibidas por dos hombres armados. Les apuntaron sin decir palabra y les miraron con ferocidad. Linda sintió el golpe de su corazón contra su pecho. Sabía lo que tramaban hacer aquellos hombres. Nadie gritó, nadie habló, el silencio era mortal en aquel cuadro.
Cristina soltó a su conejo y el oso soltó a Linda. Ambos estaban fijos, mirando detenidamente a los soldados. Luego caminaron hacia ellos.
Eduardo escuchó disparos provenir desde el segundo piso seguido de unos fuertes gritos. Los hombres en el vestíbulo corrieron por las escaleras. Eduardo temió lo peor y, sin pensarlo más, salió de su escondite.
Linda se tapó los oídos y se acurrucó en el piso al oír los disparos. Los soldados disparaban sin cesar a aquellos peluches sin poder detenerlos. Cuando sus municiones se acabaron, el conejo saltó y abrió sus fauces contra la cara de uno de ellos. Le arrancó la nariz y un trozo de la sien. El otro soldado estaba paralizado y no pudo esquivar los dientes del oso cuando este saltó a su cuello.
Un grupo de siete soldados llegó a los pocos segundos para ver a dos de sus hombres muertos y a dos peluches masticando con placer su carne fresca. No se percataron de las niñas detrás de esos engendros y comenzaron con su ráfaga asesina una vez más. Los peluches fueron penetrados por cientos de balas. Perdían sus costuras y parte de su relleno, no obstante seguían de pie y se acercaron a aquellos hombres.
Linda no pudo olvidar jamás ese momento. Los peluches despedazaron todos los soldados de la manera más brutal, cercenaron sus partes, comieron su carne, sus huesos y bebieron su sangre hasta que no quedó nada en aquel lugar.
Eduardo se acercó a las escaleras agitado. Comenzó a subir a saltos con un esfuerzo sobre humano.
- ¡Eh, tú! – gritó alguien a sus espaldas.
El soldado enviado a registrar el sótano estaba cinco escalones más abajo apuntándolo con su rifle. Eduardo se paralizo en el acto. Gotas de frío sudor corrían por su espalda.
- ¿Papi?
Eduardo volteó y vio a Cristina al final de las escaleras más arriba. Sintió un dulce alivio invadir todo su ser cuando vio a su pequeña intacta y a salvo. Pero como una ráfaga de aire, aquella sensación se consumió cuando escuchó un disparo. Pensó que impactó contra su cuerpo, lo hubiese deseado más que cualquier otra cosa, pero sólo vio a su pequeña caer de espaldas ante sus ojos.
Linda vio a su amiga caer de espaldas por aquel disparo. No pudo gritar ni llorar por ella en ese momento. El terror era parte de ella y la controlaba. Pero fugazmente notó que lo que salió de Cristina no fue sangre. Fue algo blanco, espumoso…
La ira le invadió y cegó su lucidez. Se abalanzó contra aquel soldado gritando como una fiera. El soldado se asusto al ver la expresión asesina de aquel hombre cojo y soltó una ráfaga de disparos. Los proyectiles impactaron en su abdomen y sus dos brazos. Cayó de bruces al suelo salpicando sangre por doquier. El soldado, aliviado, se acercaba a la salida sin quitar la mirada de encima del cuerpo tirado al borde de las escaleras. Al dar el noveno paso hacia atrás, sintió que algo suave y felpudo le detenía el paso.
Cristina se levantó como si nada hubiese pasado. Se tocó la frente y sacó una bola de algodón. La comió y bajó las escaleras. Vio el cuerpo de su padre tendido en el suelo rodeado de sangre y a un soldado petrificado ante la puerta. Sus demás peluches le impedían salir. Estaban de pie, firmes y esperando. Cristina se inclinó ante su padre.
- Papi – murmuró -. ¿Estás bien?
Él no contestó.
- ¿Papi? – insistió sacudiendo su cuerpo.
Sin respuesta.
Cristina cerró sus ojos y frunció su nariz. Quiso llorar pero no pudo expulsar las lágrimas. Furiosa enterró sus dientes en el cuello de su padre y le arrancó un gran trozo de carne. La sangre de escurría por la cara mientras masticaba. Cuando tragó, el agujero de bala desapareció de su frente.
- Gracias, Papi – dijo en un sollozo.
Se puso de pie y caminó hasta el soldado. El conejo y el oso llegaron a su lado y se acercaron al soldado. El hombre estaba rodeado en un círculo mortal de peluches.
Linda se arrastró hasta las escaleras y observó la escena allí abajo. Catorce peluches saltaron hambrientos sobre un hombre. Sus oídos se llenaron de gritos de dolor y de mordidas. Linda cerró los ojos, se tapó los oídos y comenzó a gritar del pánico.
El soldado desapareció a los pocos minutos.
Los peluches, satisfechos, se formaron ante Cristina. Ella llamó al oso y le susurró algo al oído. El oso se quedó allí mientras Cristina se aproximaba a la puerta seguida de sus trece peluches. Se adentraron juntos en la luz, en el ruido y en el humo de la batalla.
Desaparecieron.
El oso contempló el exterior un momento y luego subió las escaleras. Se acercó a Linda y le quitó las manos de los oídos. Ella abrió los ojos y soltó un grito al ver al oso lleno de agujeros. Se arrastro hasta chocar de espalda contra una pared. El oso se acercó a sus pies y se sentó. Linda gemía de terror mirando al oso, esperando su próximo movimiento.
Adelinda fue la primera en salir del sótano una hora después. Se aventuraba con lentitud y con un frío temor en su interior. Caminó hasta el vestíbulo y cayó de rodillas, asustada, al ver el cadáver de Eduardo tirado sobre un charco de sangre. Corrió hasta el y se percató de sus heridas de bala que atravesaban su cuerpo.
- Dios mío – dijo persignándose.
Escuchó un débil gemido arriba, en el segundo piso. Pensó en las niñas, que quizás aún estuviesen con vida. Subió corriendo y encontró a Linda de espaldas ante la pared con un oso sentado mirándola fijamente. Adelinda corrió hasta ella y le dio un fuerte abrazo. Se sentía feliz de verla con vida.
Linda no reparó en Adelinda ni cuando la tomó del suelo para abrazarla. Su mirada seguía pendiente del oso.
Adelinda la dejó en el suelo murmurando palabras de alivio y consuelo. Linda no oía nada de nada. Entonces Adelinda notó la mirada de Linda, sus ojos grotescamente abiertos, su palidez y su contante gemido por falta de aire. Siguió su mirada y se enfocó en el oso lleno de agujeros. Adelinda lo levantó. Estaba cubierto de sangre. Asustada lo soltó. Linda lo siguió fijamente y pudo oír que algo se rompía cuando el oso cayó. Uno de sus ojos se desprendió y salió detrás una bola blanca con rayas rojas.
Adelinda ahogó un grito y cayó de espaldas.
Linda soltó un potente alarido al son del terror que le consumía la razón.
Un ojo azul las miraba fijamente mientras la sangre se escurría por el piso y caía escaleras abajo.
.....
Me falta poco para terminar el segundo (una hilarante comedia negra con sangre y sexo), así que si les gustó, subiré el otro.
Les dejo el primero, disfruten.
Mañana se cumplían siete años trabajando en el orfanato y el séptimo cumpleaños de su hija. Como todos los años, el dinero seguía ausente en cantidad, por lo que siempre le regalaba un peluche grande a su hija hecho por sus propias manos. Siempre le gustaban, sabía bien que él no podía hacer otra cosa. Su sobreesfuerzo apenas le alcanzaba a permanecer con vida en ese asilo infantil. Lejos de todo y de todos, Eduardo se encargaba de que todo estuviera trabajando en orden en el orfanato: la luz, la calefacción y el agua. Pese a ello, pese a ese esfuerzo a veces sobrehumano, el sistema permanecía en pésimo estado.
Pero debía de contentarse, fuera había guerra y todos los hombres mayores del orfanato fueron enviados a luchar. Se agradecía de poder permanecer con su hija, se agradecía de la amputación de su pierna, de la prótesis que le acompañaba y se agradecía de tener aún un trabajo.
Dentro del orfanato trabajaban cinco mujeres mayores que echaban y mantenían el orden entre los niños. Ningún infante superaba los doce años. Cruelmente los mayores de tal edad fueron enviados a las fronteras, a servir y luchar. Los pocos inocentes estaban allí encerrados. Eduardo deseaba que la guerra terminase pronto, no quería ver partir a su hija.
Llegó el día y también el típico regalo. Como era su tradición, todos los años hacía los peluches del tamaño de su hija. No le gustaba que se relacionara con los demás niños, pese a que eso era inevitable. Le molestaba que se mofaran de ella, todo porque su padre seguía vivo y vivía con ella.
- Eduardo, ¿haz visto a Arturo? – le preguntó Adelinda, la menor de las mujeres encargadas, cuando Eduardo cargaba un oso de peluche -. No lo he visto en todo el día y no fue a su clase ni a la misa de la mañana.
- No, Adelinda, no le he vito - contestó -. Estaré alerta y te diré lo que pueda llegar a saber.
- Gracias, Eduardo. Sabes que me preocupa mucho. Tengo miedo de que las batallas lleguen a nosotros. No por nada existe el fuerte rumor de que raptan niños para la guerra – comentó con un nudo en la garganta -. No quiero pensar que eso le ocurrió a él.
- Mantendré los ojos abiertos – dijo para calmarla y siguió su camino.
Entró a su habitación que compartía con su hija. La pequeña de cabello largo, negro y de ojos azul pálido saltó de alegría al ver su regalo. Lo cogió, lo abrazó y se los presentó al resto de su colección. Él sonreía a ver feliz a su hija, le encantaba ese pequeño destello de luz en esos fríos días de invierno.
- Eduardo, ven pronto al vestíbulo – le ordenó la señora Marta, la mayor de las mujeres encargadas -. Necesitamos que nos ayudes a recibir a unas personas.
- Voy en camino, señora.
En el vestíbulo estaban todas las mujeres del orfanato, unos niños que espiaban desde el segundo piso y otras personas mojadas hasta los huesos y pálidas como la nieve. Se quitaron sus abrigos y Eduardo los recogió. En total, eran diez niños de diversas edades y un hombre delgado, desaliñado y resfriado.
- Buenas tardes, señoras – dijo con voz ronca.
- Buenas tardes – contestó la señora Marta -. ¿Quién es usted?
- Marcelo Renan, Señora – respondió -. Sólo un simple repartidor – señaló a los niños y tosió un poco.
- ¿Y estos niños…?
- Son refugiados – le interrumpió -. Han quedados solos luego de que sus familias fueran a la guerra.
Los pequeños temblaban de frío y tenían los labios morados.
- Sandra – llamó.
- Sí, señora.
- Lave a estos niños, dale ropas y algo caliente para beber.
- Si, señora.
Los niños la siguieron resignados y asustados. Miraban alrededor con ojos apagados como si observaran una tumba.
- ¿Eso es todo, señor Marcelo? – preguntó la señora Marta.
- No, señora, también necesito darle algunas noticias sobre la guerra.
- Bien, síganos hasta el comedor.
Todos los adultos del orfanato llegaron hasta el comedor y se sentaron expectantes ante las noticias que traía Marcelo. Después de todo, es el primero extranjero que aparece en el orfanato hace varios meses.
Adelinda se encargó de preparar un poco de café y de servirlo a todos. Una vez Marcelo bebió un poco y su cuerpo hubo recuperado algo de calor, habló:
- Estamos perdiendo. Las tropas extranjeras se dispersan en nuestras zonas y nos atacan por sorpresa durante la noche. Algunos frentes han caído por culpa de espías y ha provocado un desorden y total desconfianza en las tropas. Por ello, se ha decido no revelar planes ni estrategia a nadie.
“Señoras – dijo sin mirar a Eduardo -. No creo que podamos soportar más. El hambre y la muerte están por doquier. Siéntase afortunadas de vivir aún bajo techo.
Ninguna quiso preguntar por parientes o conocidos. La mirada fría de Marcelo era suficiente respuesta.
Siguieron hablando hasta bien entrada la noche. Las noticias hicieron más denso el ambiente en el orfanato. Mas lo que aseveró Marcelo: “toman de rehenes a menores y les obligan a luchar”.
Eduardo supuso que era sólo cuestión de tiempo, pero no podía pensar cuánto.
La lluvia amainó al día siguiente dejando un espeso rastro de humedad en el ambiente. Los niños estaban más contentos ya que salieron a jugar fuera luego de días dentro del orfanato. A las mujeres no les importó verlos embarrarse, sólo querían verlos felices ese día. Tenían aún grabadas las palabras de Marcelo en sus cabezas y las imágenes en su imaginación las empeoraban.
- Hola, ¿cómo te llamas? – le preguntó una de las niñas nuevas.
- Cristina – respondió la niña de ojos azul pálido.
- Yo soy Linda. ¿Quieres jugar conmigo?
- Si.
En ello, una bola de fango impactó en la cabeza de Cristina y salpicó a Linda.
- ¡Qué asco! – exclamó Linda.
Cristina volteó y miró fijamente a Daniel, un chico criado desde bebe en el orfanato y que desde hace poco ha estado molestándola. Su mirada de odio sacó carcajadas en Daniel que no paraba de apuntarla ni de invitar a otros a la fiesta. Cristina se limpió los ojos y se lamió los labios. Contuvo en barro en su boca envolviéndolo con su saliva, se acercó a Daniel y le escupió directamente en los ojos. Sabía que eso era algo de niños, pero de verdad estaba enojada y poco le importaba ya su orgullo.
- ¡Marcado! – exclamó Cristina.
- ¡Ah, maldita! – gritó Daniel -. ¡Me entró en los ojos!
Eduardo presenció todo.
Cristina se limpió el resto de la cara y fue a jugar con Linda. Ella quedó perpleja ante la reacción de Cristina. Si el barro ya era asqueroso, escupirle en la cara era peor. Pero con sólo mirarla de reojo supo que era el ambiente. El rostro de Cristina emanaba una madurez no propia de su edad, parecía mayor, mucho mayor, como si fuera una reencarnación.
Jugaron toda la tarde mientras reían y se contaban sus cortas vidas (y lo que podían entender de ellas). Anécdotas raras, risas y aventuras ficticias eran lo común. Cristina le contaba sobre la vida en el orfanato, el nombre de cada niño y niña y su principal característica o defecto. Explicándole el mundo a su manera, Linda comprobó que no sólo ella había visto oscuridad allí afuera.
Cuando el cielo se tornó violeta y las luces del crepúsculo comenzaban a oscurecerse, todos los infantes fueron obligados a entrar al edificio, a lavarse y a cambiarse de ropas para la cena. Cenaron papas a la puttanesca en mínimas porciones e iguales para cada comensal. No tenían muchos víveres y debían rendir al máximo los alimentos que reservaban para los días venideros. Aún así, el hambre era lo que menos les preocupaba ese día.
Los niños estaban satisfechos con la cena y eso complacía a los adultos. Una vez terminados sus platos, Adelinda los convocó a la sala de estar donde les contaría historias de aventuras, como cada noche.
- Son estupendas – le susurró Cristina a Linda -. Te encantarán.
El frío congeló los bordes de las ventanas y mató a toda flor que sobrevivió a la lluvia. Dentro chispeaba un voraz fuego en la chimenea mientra Adelinda les contaba a los emocionados y asustados niños la odisea de un joven por conseguir el ojo de oro de manos de un malvado brujo de tres cabezas. Gritaron cuando el brujo se comió vivo a un hombre; lloraron cuando el héroe dejó a su amada para ir a luchar y se llenaron de alegría cuando, al final, derrotó al brujo degollando sus tres cabezas. Como todas las historias de Adelinda, después de la pesadilla, terminaban con un final feliz y con moraleja para los niños, quienes poca atención daban a esas últimas y sabías palabras. En sus cabezas aún seguían vivas las peripecias de los héroes y las maldades de los villanos y que en sus sueños otorgaban su protagonismo y acomodaban la historia a gusto, con el mismo final.
La historia acabó y se consumió el fuego. Antes de que el frío hiciera su inapreciada entrada, todos los niños y niñas fueron enviados a sus camas.
- Eduardo, aguarda un momento – le detuvo la señora Marta mientras se dirigía a su habitación.
- Dígame, señora.
- Hay por lo menos dos camas en mal estado, Eduardo. Apenas esta mañana nos percatamos de ello ya que los niños nuevos no hablan mucho con nosotras. Creerán que les golpearemos por ello – suspiró -. ¡Vaya vida que han tenido! En fin, mañana encárgate de arreglar todas las camas dañadas.
- Sí, señora – contestó.
- Y otra cosa, como hay menos camas, trasladamos a los niños afectados a otros cuartos. Pero nos faltó una niña, ¿puede dormir en la misma habitación que tu hija? Sé que piensas de ello, Eduardo, pero lo necesitamos. No me obligues a usar mi poder contigo.
Eduardo se mordió el labio y asintió. No podía increparla, no a ella, después de todo, gracias a su caridad tiene trabajo, comida y un techo donde vivir.
- Bien, gracias. Haré que Adelinda la escolté a tu cuarto.
Se internó en la oscuridad y Eduardo quedó de pie en el pasillo sosteniendo su vela. Faltaba poco para que se consumiese, pero no le importó. Después de todos esto años, era la primera vez que otro niño dormía en su habitación además de su hija. No le gustaba, para nada. No tenía ojos mas que para su hija y así se quedaría para él. Otro niño allí era como un tumor, algo indeseable que conjugará en su contra.
Su vela se apagó y le atrapó la oscuridad. Los crujidos en la vieja madera iban en crescendo junto el aumento suave de una tenue luz. Apareció Adelinda junto con una pequeña de pelo castaño. La luz jugaba con el color se sus ojos que, supuso Eduardo, eran marrones. Tenía unas cuantas pecas en la cara y unas sombras que contaban muchas historias y que nadie querría oír.
- Ella es, Eduardo – la presentó Adelinda -. Se llama Linda.
La niña lo miró bajo y con respeto. Eduardo no esperaba verla después de que todo el día estuvo junto a su hija. Sentía mezcla de sentimientos. No sabía qué habían hablado, pero Cristina se durmió sonriente esa noche. Algo extraño en ella. Aún así, le disgustaba que volviera a juntarse con Cristina.
- Mucho gusto – murmuró Eduardo.
La niña asintió y forzó una sonrisa. La oscuridad y la luz baja le daban un aspecto fantasmal al rostro de aquel hombre.
Eduardo encendió su vela con la llama de la que sostenía Adelinda. Se la pasó a Linda y le abrió la puerta de su cuarto. Cristina dibujó una mueca al sentir la luz y abrió los ojos. Sonrió de oreja a oreja al ver a su amiga allí y ni le extrañó la hora.
- ¿Qué crees? – musitó Linda (sabía que no podía hablar fuerte, eran las reglas) -. Voy a dormir aquí.
- ¡Cielos! – exclamó Cristina en un suspiro.
Eduardo cerró la puerta para que Linda pudiera ponerse su pijama. En el pasillo sólo estaban los dos, la vela encendida y la oscuridad. Adelinda miró la sombra en sus ojos y entendió la situación.
- Debes dejar que crezca, Eduardo – susurró -. No puedes tenerla encerrada de por vida.
- Sólo hago lo mejor para ella – gruñó.
- Pero no esperes que salga seca si navega en alta mar, Eduardo. Ambos viven aquí, es normal que deba convivir con el resto de los niños.
No contestó.
- Sé que piensas en tu esposa y lo que hizo por esos niños. Pero no los culpes a ellos, ella lo intentó.
- Pero fue en vano – musitó tragando lágrimas.
- Tal vez, pero…
- ¡Pero, nada! Murió igual que esos mocosos. Esos malditos la llevaron a la muerte. La casa se hubiera caído con ella o sin ella. Aún maldigo su decisión.
Abrió la puerta con brutalidad. Ambas niñas estaban durmiendo en la misma cama y la vela estaba apagada sobre una silla. Eduardo cerró la puerta no antes de decir “buenas noches” a Adelinda con acidez. Sin decir más y con un torbellino de odio en sus pensamientos, se acostó con la ropa puesta y se durmió al instante.
La lluvia causó estragos en la zona, cortando caminos e inundando las plantaciones. Los víveres se acababan y apenas podían comprar más. Los precios subían a niveles astronómicos y la lluvia de muertos no cesaba. La vida pasó de ser dura a un infierno en tierra. Muchos optaban por el suicidio para ahorrar penas, otros esperaban por un mañana mejor.
Ese mañana llegó, junto con una fuerte ventisca.
- Feliz Navidad, niños – dijo la señora Marta en el desayuno.
- Feliz Navidad, señora Marta – respondieron en coro.
Este año no había regalos, sólo una cena que acabaría con todos sus recursos y un árbol adornado con dibujos de los niños y adornos reciclados y usados por años. Aún así, los niños estaban felices. Sus contagiosas sonrisas se multiplicaban y hasta el edifico compartía con ellos. Sus viejos bloques y tablas danzaban a sus pies y se olvidaban de las termitas. Se olvidaban así del frío y de los metros de nieve que cubrían la tierra. Los niños jugaban en la sala, todos salvo Cristina. Estaba resfriada y acostada en su cama. Aunque no era serio, su padre culpaba a los otros niños por contagiarla. Por ello la encerró en su cuarto bajo llave y sólo abría para llevarle comida o alguna medicina. No dejaba que nadie más entrara, ni siquiera las señoras.
Eduardo le entregó su regalo: un peluche de un conejo de su mismo tamaño. Ella río, lo besó y lo acostó a su lado.
- Papá, ¿puede venir Linda a jugar? – le rogó mientras tomaba su ya fría sopa de cebolla.
- Sabes que no puedo – contestó secamente -. Puede contagiarse.
- No creo. Yo ya estoy mejor. Hace días que estoy mejor.
- De igual manera, no quiero arriesgarme.
- Por favor, Papi, por favor – le suplicó mirándolo con ojos de cachorro apaleado -. Hazlo como un regalo de Navidad. Me siento sola aquí.
Sus ojos fueron un golpe bajo. Sabía que no podía resistírsele, ni el diablo podría.
- Bueno, bueno, la traeré – dijo de mala gana -. Pero termínate tu sopa.
Cristina arrojó la cuchara y bebió la sopa directamente del plato hasta la última gota.
Poco rato después llegó Linda. Escuchó a su padre toser con rabia detrás de la puerta mientras la cerraba e irse caminando. Cuando sus pasos se extinguieron, saltó de la cama y se acercó a su colección de peluches. Tomó un oso de orejas enormes y redondas que le llegaba a la cintura y lo dejó en medio de ambas.
- Feliz Navidad, Linda – dijo Cristina.
Linda no supo qué decir. En tres años no había recibido nada en Navidad. Sus ojos se inundaron de lágrimas que no pudo contener y estalló de felicidad arrojándose sobre su amiga, abrazándola.
- Gracias, Cristina.
Cristina rió y le limpió una lágrima.
- Anda, abrázalo.
Linda tomó el oso y lo abrazó con todas sus fuerzas. Su cubierta era de suave pelo y esponjado en sus extremidades. En su interior había algo, algo tieso que, supuso Linda, le daba estabilidad. Pero lo adoraba, lo amaba, y nunca se separaría de él. Más que un regalo era un sello de amistad.
En otro lado del orfanato, la felicidad se marchitó. No fue el frío ni fue la ausencia de regalos, fue una visión a lo lejos. Algo que ni siquiera la nieve logró cubrir. Algo que manchaba la blancura del día. Algo que hizo temblar la tierra.
Los que siguen vivos hoy en día recuerdan que se detuvo el tiempo antes del impacto. Un grito del destino les hizo callar y enfocar la vista en el horizonte, dejar de respirar y escuchar el silencio sepulcral.
Linda abrió la boca pero el estruendo la derribó. Algo estalló lejos del orfanato y dejó un rastro de humo, fuego y destrucción a su alrededor. La onda expansiva chocó con furia contra el viejo edificio rompiendo varias ventanas. Los niños gritaron y los más jóvenes lloraron de miedo. Algunos corrían a esconderse, otros aguardaban estáticos su hora. Las señoras, frenéticas, trataban de controlar la situación. La señora Marta ordenó a todas escoltar a los niños al sótano, sin excepción, lo más rápido posible.
- ¡Eduardo, sígueme! – le gritó.
Ambos subieron corriendo las escaleras hasta el tercer piso y buscaron una ventana que les diera cara a la escena. A lo lejos, una densa nube de humo subía indiferente al cielo.
- Díos mío – murmuró Eduardo.
- Shh, calla – le ordenó.
Aún se oían los gritos de los niños, las pisadas alteradas y las fuertes y drásticas voces de las señoras guiándolos al sótano. Dos minutos después, el silencio volvió y no era muy bien recibido, no en ese ambiente.
No eran muy luminosos, pero eran rápidos como una estrella fugaz y con un sonido tardío que de inmediato hizo temblar a la señora Marta. Eduardo pensaba sólo en su hija, en su Cristina, y sin más corrió escaleras abajo hasta su habitación. La señora Marta le gritó algo que no pudo comprender. Sabía lo que estaba en juego.
Tropezó al bajar las escaleras y cayó precipitadamente. No pensó en el dolor y siguió corriendo. Cuando llegó, abrió la puerta hasta el tope. Su hija no estaba allí. “El sótano”, pensó. Al salir del cuarto cayó de bruces. Su única pierna le dolía a morir y vio una mancha de sangre impregnando sus pantalones y bajando por la rodilla. Maldijo y se puso de pie sosteniéndose de la cama. Salió corriendo lo más rápido que podía, cojeando, y perdiendo el equilibrio más de una vez.
- ¡Eduardo! – escuchó a sus espaldas - ¡ Espera, Eduardo!
La señora Marta corrió hasta él, le detuvo y observó perpleja la sangre en su pierna.
- Esto es serio, necesitas ayuda.
- ¡No es nada! – bramó - ¡Tengo que encontrar a mi hija!
Siguió caminando. La señora Marta le sostuvo un brazo y lo ayudó a seguir.
- Está en el sótano – dijo -, junto con los demás.
Llegaron al primer piso y pudieron sentir un hedor horrible y familiar. La pólvora quemada emanaba cerca y el ruido de los disparos se intensificaba como el miedo en sus cuerpos y la nebulosa figura de la muerte. No fue hasta que una bala perdida destrozó el vidrial de la puerta que salieron de su estado de shock y recomenzaron la carrera. LA señora Marta abrió la puerta del sótano y bajaron las escaleras. Crujían demostrando su edad y el temor a que un peldaño cediera era mínimo en ese instante. Al llegar abajo, muchos rostros se unían en una única expresión.
- Gracias a Dios que llegaron – suspiró Adelinda ayudando a Eduardo a incorporarse.
- ¿Dónde está Cristina? – preguntó desesperado.
El silencio fue una fría respuesta. Nadie lo sabía.
- Ni siquiera está Linda – comentó uno de los niños nuevos.
Eduardo saltó hacia las escaleras, pero fue detenido por tres señoras.
- ¡No seas estúpido! – exclamó la señora Marta -. ¡No puedes salir en ese estado!
- Mi niña está allá afuera – gritó -. Debo salir a buscarla.
- Pero su pierna – dijo Adelinda.
- ¡A la mierda!
Saltó nuevamente y fue detenido por una bofetada de la señora Marta.
- ¡Basta de esto! – ordenó.
La conmoción crecía cuando un temblor sacudió los cimientos y el polvo cayó en sus cabezas.
- Yo iré a buscarlas – dijo Adelinda.
- ¡Ni de broma! ¡Tú te quedas aquí! – contestó furiosa la señora Marta -. Nadie saldrá de aquí hasta que afuera esté seguro – se acercó hasta las escaleras y cruzó los brazos -. Es definitivo, no quiero arriesgar vidas.
- Pero mi hija – gimió Eduardo.
Ella le miró con frialdad, pero el brillo de sus ojos le entrego toda su compasión y su dolor. Sabía lo que él sentía, también tuvo que pasar por ello.
Cristina corría sosteniendo a su conejo por una pata y a Linda de su mano izquierda.
- ¿Dónde vamos? – preguntó Linda.
- Ya verás – contestó Cristina -. ¿No quieres jugar con tu oso? Yo conozco un buen lugar, pero está hasta arriba.
La señora Marta ordenó a las señoras pasar lista. No quería llevarse la sorpresa de otra desaparición. Cinco minutos después sintió otra puñalada en el pecho.
- Señora Marta – dijo una de las señoras -. Nos falta Daniel.
Las niñas llegaron al tercer piso y ante la misma ventana que daba a la densa humarada del bosque. Linda observó con temor y los recuerdos de sangre volvieron a ella cuando vio esos haces de luz y escuchó su funesto ruido.
- Han llegado – murmuró.
- Sí, ¿y? – contestó Cristina -. Ya sabes lo que pasará y pensarlo más es una perdida de tiempo. Mejor disfrutemos el rato.
Linda no sabía qué pensar. En parte su amiga tenía razón, pero era un suicidio permanecer allí arriba. Caminó hasta su amiga abrazando su oso nuevo y observando la habitación. Creyó de pronto oír a su madre y ver lágrimas de desesperación en sus ojos.
- ¡Rápido, Linda, escóndete bajo la cama!
Ella corrió y quedó allí en un rincón oscuro.
- Quédate en silencio, querida.
Su madre corrió hasta la puerta cuando alguien la abrió de una patada. La puerta golpeó la cabeza de su madre y la derribó. Alguien caminó hasta ella, le gritó palabras que Linda no pudo comprender y soltó una ráfaga de luces sobre ella.
Ahogó un grito, como le dijo su madre.
Linda despejó sus ojos y vio a su amiga hablándole a su conejo. Se arrodilló a su lado y sentó a su oso.
- ¿Quieres comer algo? – decía -. A que si, ¿cierto? Si, tienes hambre. Eres un conejito goloso, ¿no es así?
Se levantó.
- Espérame aquí.
Linda se quedó sola por un momento que le pareció eterno. Miró al conejo a los ojos. Tenía algo extraño, algo familiar. Le miraba como si la conociera, como si estuviera vivo. Retrocedió un poco. Esa sensación le dio miedo. Cogió a su oso y le abrazó nuevamente, evitando al conejo, miró la cara del oso. Sintió otra vez esa dureza en su interior, pero lo más extraño era algo líquido dentro de sus ojos. Lo sacudió un poco y se percató de ello.
- ¿Qué tienes, pequeñín? ¿Te entro aguas a los ojos o estás llorando?
- Por favor, señora Marta – rogaba Eduardo -. Debo buscar a mi hija.
- Lo siento, Eduardo, pero no puedo dejarte ir. Aunque me duele en el alma, tienes que pensar que tu hija está en un lugar mejor.
- Señora, por favor – repitió -, usted no entiende. Soy el único que puede mantenerla con vida.
La señora Marta miró sus lágrimas y su desesperación. Fugazmente pensó en matarlo, no soportaba verle así.
- En verdad – dijo al fin -. Lo siento, Eduardo.
Cristina llegó cargando un recipiente rojo muy grande y cubierto con un paño.
- Vas a ver que rica comida te he preparado – le dijo al conejo mientras le ponía el paño como babero -. Pero antes, debes aprender a mirarme.
Del recipiente Cristina sacó un cuchillo. Linda quedó perpleja. El cuchillo era casi tan largo como su brazo y su hoja reflejaba todo tan claramente como un espejo. Cristina rodeó al conejo y se detuvo a sus espaldas.
- ¿Te gusta este masaje? – le dijo mientras tocaba su cabeza -. Me alegro. Buen chico. Ahora quédate quieto y no llores, esto te va a doler un poco.
Cristina enterró el cuchillo en la cabeza del conejo y comenzó a cortar hasta llegar al cuello. Linda no daba crédito a lo que veía. ¿Qué estaba haciendo?
- Cristina – susurró.
- Espera un momento, Linda – le dijo -. Cuando Daniel coma, jugaremos en paz.
- ¿Le llamas Daniel?
Cristina dejó caer el cuchillo, cogió algo del recipiente que Linda no pudo ver y lo metió en la cabeza del peluche.
- Sí, así le puse – contestó -. Porque, después de todo, es así como se llama.
Cristina coció su cabeza en breves minutos. Se acercó otra vez al recipiente y sacó dos platos, dos cuchillos y dos tenedores. Sirvió una masa roja mal oliente en ambos platos y le deslizó uno a Linda.
- Toma, dale de comer a tu oso.
Linda vio claramente aquella sustancia. Parecía carne por el color y tenía trozos blancos. Cristina tomó un poco de la comida con su tenedor y la puso en la boca de su conejo.
- Vamos, no temas – le dijo -, esto es delicioso. Sé que te gustará.
Linda quedó atónita. No podía creerlo. Aquel conejo, ese peluche, de pronto abrió su boca y tragó lo que Cristina le ofrecía.
- ¿Qué esperas, Linda? – dijo sonriente -. Dale de comer a tu oso.
El conejo mascaba con mirada perdida los bocados que Cristina le ponía en la boca. “Debo estar soñando”, pensó Linda. Cogió el tenedor y lo untó en la comida. Sintió su suave consistencia al introducirlo y el sonido viscoso al sacarlo. Con la mano temblorosa, acerco el bocado a la boca de su oso. Este frunció levemente su nariz y abrió la boca. Linda sintió el deseo de correr, donde sea, pero de huir de allí. Sin embargo, le dio el bocado al oso. Este mastico con lentitud.
- ¿Lo ves? Tenía hambre.
Linda quería llorar. Estaba muerta de miedo.
En el sótano, Eduardo se levantó ante la vista atónita de todos. Apoyaba todo su peso en su prótesis y se acercó decidido y tambaleante ante la señora Marta. Antes de que pudiera decir algo, Eduardo la hizo a un lado de un golpe seco en la sien. Las señoras gritaron ante la agresión mientras Eduardo subía las escaleras.
Lo que más temían ocurrió.
La puerta principal cayó por unos hombres que buscaban refugio. Detrás se oían disparos y explosiones; gritos de histeria y de dolor; y de órdenes imposibles de cumplir. Estos hombres no pudieron alcanzar el vestíbulo. Sus enemigos los alcanzaron y les dieron muerte por la espalda. Así se rompió la esperanza del interior, todos los moradores del orfanato sintieron una punzada en el corazón. Cada paso que esos hombres daban les acercaba a su muerte.
Eduardo lo supo, los vio entrar y disparar. Estaba escondido tras la pared que daba al pasillo esperando que esos hombres se largaran. Pero su interior sabía que eso no pasaría hasta que el edificio fuera una montaña de cenizas. Sentía el tiempo pasar y como la desesperación, la ira y el miedo le fluían por las venas. No podía quedarse allí hasta que ellos encontraran a su hija. Pero tampoco podía salir a pelear, lo matarían al menor suspiro…tampoco podía esperar.
- Ya está – alabó Cristina -. Si que tenías hambre. Haz acabado con todo y no dejaste una sola migaja.
El oso de Linda mascaba su último bocado. Quería despertar de la pesadilla y olvidarlo todo, como cada mañana que no puede recordar sus sueños. Pero por más que se peñiscara, no conseguía salir de ese ambiente de ultratumba ni eliminar ese malestar en su estómago.
- Ahora – dijo Cristina poniéndose de pie - ¿Lista para jugar?
Linda no contestó.
- Creo que si – se dijo.
Acarició bajo las orejas del conejo y le susurró algo que Linda no pudo comprender. Cristina miró al oso y repitió los mismos extraños sonidos. El oso y el conejo se pusieron de pie y alzaron su mano hacia las niñas. Cristina tomó la mano de su conejo y le indicó a Linda que hiciese lo mismo. Linda titubeó y acercó su mano lentamente hasta el oso. Su oso la sujetó con suavidad y Linda juró ver una sonrisa en su boca.
- Vamos a jugar.
Cristina comenzó a caminar junto con el conejo y Linda fue guiada por el oso. Bajaron las escaleras.
Se dirigían al primer piso.
Uno de los hombres ordenó que revisaran el edificio. Mando a unos a los pisos superiores y a otro al sótano. No paraban de apuntar ni de mirar sobre su hombro. Caminaban con sigilo y en total alerta. Eduardo se sentía perdido: ya podía saborear la muerte.
Las niñas llegaron al segundo piso y fueron recibidas por dos hombres armados. Les apuntaron sin decir palabra y les miraron con ferocidad. Linda sintió el golpe de su corazón contra su pecho. Sabía lo que tramaban hacer aquellos hombres. Nadie gritó, nadie habló, el silencio era mortal en aquel cuadro.
Cristina soltó a su conejo y el oso soltó a Linda. Ambos estaban fijos, mirando detenidamente a los soldados. Luego caminaron hacia ellos.
Eduardo escuchó disparos provenir desde el segundo piso seguido de unos fuertes gritos. Los hombres en el vestíbulo corrieron por las escaleras. Eduardo temió lo peor y, sin pensarlo más, salió de su escondite.
Linda se tapó los oídos y se acurrucó en el piso al oír los disparos. Los soldados disparaban sin cesar a aquellos peluches sin poder detenerlos. Cuando sus municiones se acabaron, el conejo saltó y abrió sus fauces contra la cara de uno de ellos. Le arrancó la nariz y un trozo de la sien. El otro soldado estaba paralizado y no pudo esquivar los dientes del oso cuando este saltó a su cuello.
Un grupo de siete soldados llegó a los pocos segundos para ver a dos de sus hombres muertos y a dos peluches masticando con placer su carne fresca. No se percataron de las niñas detrás de esos engendros y comenzaron con su ráfaga asesina una vez más. Los peluches fueron penetrados por cientos de balas. Perdían sus costuras y parte de su relleno, no obstante seguían de pie y se acercaron a aquellos hombres.
Linda no pudo olvidar jamás ese momento. Los peluches despedazaron todos los soldados de la manera más brutal, cercenaron sus partes, comieron su carne, sus huesos y bebieron su sangre hasta que no quedó nada en aquel lugar.
Eduardo se acercó a las escaleras agitado. Comenzó a subir a saltos con un esfuerzo sobre humano.
- ¡Eh, tú! – gritó alguien a sus espaldas.
El soldado enviado a registrar el sótano estaba cinco escalones más abajo apuntándolo con su rifle. Eduardo se paralizo en el acto. Gotas de frío sudor corrían por su espalda.
- ¿Papi?
Eduardo volteó y vio a Cristina al final de las escaleras más arriba. Sintió un dulce alivio invadir todo su ser cuando vio a su pequeña intacta y a salvo. Pero como una ráfaga de aire, aquella sensación se consumió cuando escuchó un disparo. Pensó que impactó contra su cuerpo, lo hubiese deseado más que cualquier otra cosa, pero sólo vio a su pequeña caer de espaldas ante sus ojos.
Linda vio a su amiga caer de espaldas por aquel disparo. No pudo gritar ni llorar por ella en ese momento. El terror era parte de ella y la controlaba. Pero fugazmente notó que lo que salió de Cristina no fue sangre. Fue algo blanco, espumoso…
La ira le invadió y cegó su lucidez. Se abalanzó contra aquel soldado gritando como una fiera. El soldado se asusto al ver la expresión asesina de aquel hombre cojo y soltó una ráfaga de disparos. Los proyectiles impactaron en su abdomen y sus dos brazos. Cayó de bruces al suelo salpicando sangre por doquier. El soldado, aliviado, se acercaba a la salida sin quitar la mirada de encima del cuerpo tirado al borde de las escaleras. Al dar el noveno paso hacia atrás, sintió que algo suave y felpudo le detenía el paso.
Cristina se levantó como si nada hubiese pasado. Se tocó la frente y sacó una bola de algodón. La comió y bajó las escaleras. Vio el cuerpo de su padre tendido en el suelo rodeado de sangre y a un soldado petrificado ante la puerta. Sus demás peluches le impedían salir. Estaban de pie, firmes y esperando. Cristina se inclinó ante su padre.
- Papi – murmuró -. ¿Estás bien?
Él no contestó.
- ¿Papi? – insistió sacudiendo su cuerpo.
Sin respuesta.
Cristina cerró sus ojos y frunció su nariz. Quiso llorar pero no pudo expulsar las lágrimas. Furiosa enterró sus dientes en el cuello de su padre y le arrancó un gran trozo de carne. La sangre de escurría por la cara mientras masticaba. Cuando tragó, el agujero de bala desapareció de su frente.
- Gracias, Papi – dijo en un sollozo.
Se puso de pie y caminó hasta el soldado. El conejo y el oso llegaron a su lado y se acercaron al soldado. El hombre estaba rodeado en un círculo mortal de peluches.
Linda se arrastró hasta las escaleras y observó la escena allí abajo. Catorce peluches saltaron hambrientos sobre un hombre. Sus oídos se llenaron de gritos de dolor y de mordidas. Linda cerró los ojos, se tapó los oídos y comenzó a gritar del pánico.
El soldado desapareció a los pocos minutos.
Los peluches, satisfechos, se formaron ante Cristina. Ella llamó al oso y le susurró algo al oído. El oso se quedó allí mientras Cristina se aproximaba a la puerta seguida de sus trece peluches. Se adentraron juntos en la luz, en el ruido y en el humo de la batalla.
Desaparecieron.
El oso contempló el exterior un momento y luego subió las escaleras. Se acercó a Linda y le quitó las manos de los oídos. Ella abrió los ojos y soltó un grito al ver al oso lleno de agujeros. Se arrastro hasta chocar de espalda contra una pared. El oso se acercó a sus pies y se sentó. Linda gemía de terror mirando al oso, esperando su próximo movimiento.
Adelinda fue la primera en salir del sótano una hora después. Se aventuraba con lentitud y con un frío temor en su interior. Caminó hasta el vestíbulo y cayó de rodillas, asustada, al ver el cadáver de Eduardo tirado sobre un charco de sangre. Corrió hasta el y se percató de sus heridas de bala que atravesaban su cuerpo.
- Dios mío – dijo persignándose.
Escuchó un débil gemido arriba, en el segundo piso. Pensó en las niñas, que quizás aún estuviesen con vida. Subió corriendo y encontró a Linda de espaldas ante la pared con un oso sentado mirándola fijamente. Adelinda corrió hasta ella y le dio un fuerte abrazo. Se sentía feliz de verla con vida.
Linda no reparó en Adelinda ni cuando la tomó del suelo para abrazarla. Su mirada seguía pendiente del oso.
Adelinda la dejó en el suelo murmurando palabras de alivio y consuelo. Linda no oía nada de nada. Entonces Adelinda notó la mirada de Linda, sus ojos grotescamente abiertos, su palidez y su contante gemido por falta de aire. Siguió su mirada y se enfocó en el oso lleno de agujeros. Adelinda lo levantó. Estaba cubierto de sangre. Asustada lo soltó. Linda lo siguió fijamente y pudo oír que algo se rompía cuando el oso cayó. Uno de sus ojos se desprendió y salió detrás una bola blanca con rayas rojas.
Adelinda ahogó un grito y cayó de espaldas.
Linda soltó un potente alarido al son del terror que le consumía la razón.
Un ojo azul las miraba fijamente mientras la sangre se escurría por el piso y caía escaleras abajo.
.....
Me falta poco para terminar el segundo (una hilarante comedia negra con sangre y sexo), así que si les gustó, subiré el otro.