martes, 15 de diciembre de 2009

A Horror's Tale: Los Peluches

Antes de seguir con Tania y sus psicoaventuras, quisiera subir un cuento que escribí hace un tiempo y que pertenece a una especie de colección de cuentos de terror en desarrollo que título "Desaires Apocalípticos", los cuales poseen terror necro, humor negro, gore y otras cosillas impactantes.

Les dejo el primero, disfruten.


Los Peluches


Mañana se cumplían siete años trabajando en el orfanato y el séptimo cumpleaños de su hija. Como todos los años, el dinero seguía ausente en cantidad, por lo que siempre le regalaba un peluche grande a su hija hecho por sus propias manos. Siempre le gustaban, sabía bien que él no podía hacer otra cosa. Su sobreesfuerzo apenas le alcanzaba a permanecer con vida en ese asilo infantil. Lejos de todo y de todos, Eduardo se encargaba de que todo estuviera trabajando en orden en el orfanato: la luz, la calefacción y el agua. Pese a ello, pese a ese esfuerzo a veces sobrehumano, el sistema permanecía en pésimo estado.
Pero debía de contentarse, fuera había guerra y todos los hombres mayores del orfanato fueron enviados a luchar. Se agradecía de poder permanecer con su hija, se agradecía de la amputación de su pierna, de la prótesis que le acompañaba y se agradecía de tener aún un trabajo.
Dentro del orfanato trabajaban cinco mujeres mayores que echaban y mantenían el orden entre los niños. Ningún infante superaba los doce años. Cruelmente los mayores de tal edad fueron enviados a las fronteras, a servir y luchar. Los pocos inocentes estaban allí encerrados. Eduardo deseaba que la guerra terminase pronto, no quería ver partir a su hija.

Llegó el día y también el típico regalo. Como era su tradición, todos los años hacía los peluches del tamaño de su hija. No le gustaba que se relacionara con los demás niños, pese a que eso era inevitable. Le molestaba que se mofaran de ella, todo porque su padre seguía vivo y vivía con ella.
- Eduardo, ¿haz visto a Arturo? – le preguntó Adelinda, la menor de las mujeres encargadas, cuando Eduardo cargaba un oso de peluche -. No lo he visto en todo el día y no fue a su clase ni a la misa de la mañana.
- No, Adelinda, no le he vito - contestó -. Estaré alerta y te diré lo que pueda llegar a saber.
- Gracias, Eduardo. Sabes que me preocupa mucho. Tengo miedo de que las batallas lleguen a nosotros. No por nada existe el fuerte rumor de que raptan niños para la guerra – comentó con un nudo en la garganta -. No quiero pensar que eso le ocurrió a él.
- Mantendré los ojos abiertos – dijo para calmarla y siguió su camino.
Entró a su habitación que compartía con su hija. La pequeña de cabello largo, negro y de ojos azul pálido saltó de alegría al ver su regalo. Lo cogió, lo abrazó y se los presentó al resto de su colección. Él sonreía a ver feliz a su hija, le encantaba ese pequeño destello de luz en esos fríos días de invierno.
- Eduardo, ven pronto al vestíbulo – le ordenó la señora Marta, la mayor de las mujeres encargadas -. Necesitamos que nos ayudes a recibir a unas personas.
- Voy en camino, señora.
En el vestíbulo estaban todas las mujeres del orfanato, unos niños que espiaban desde el segundo piso y otras personas mojadas hasta los huesos y pálidas como la nieve. Se quitaron sus abrigos y Eduardo los recogió. En total, eran diez niños de diversas edades y un hombre delgado, desaliñado y resfriado.
- Buenas tardes, señoras – dijo con voz ronca.
- Buenas tardes – contestó la señora Marta -. ¿Quién es usted?
- Marcelo Renan, Señora – respondió -. Sólo un simple repartidor – señaló a los niños y tosió un poco.
- ¿Y estos niños…?
- Son refugiados – le interrumpió -. Han quedados solos luego de que sus familias fueran a la guerra.
Los pequeños temblaban de frío y tenían los labios morados.
- Sandra – llamó.
- Sí, señora.
- Lave a estos niños, dale ropas y algo caliente para beber.
- Si, señora.
Los niños la siguieron resignados y asustados. Miraban alrededor con ojos apagados como si observaran una tumba.
- ¿Eso es todo, señor Marcelo? – preguntó la señora Marta.
- No, señora, también necesito darle algunas noticias sobre la guerra.
- Bien, síganos hasta el comedor.
Todos los adultos del orfanato llegaron hasta el comedor y se sentaron expectantes ante las noticias que traía Marcelo. Después de todo, es el primero extranjero que aparece en el orfanato hace varios meses.
Adelinda se encargó de preparar un poco de café y de servirlo a todos. Una vez Marcelo bebió un poco y su cuerpo hubo recuperado algo de calor, habló:
- Estamos perdiendo. Las tropas extranjeras se dispersan en nuestras zonas y nos atacan por sorpresa durante la noche. Algunos frentes han caído por culpa de espías y ha provocado un desorden y total desconfianza en las tropas. Por ello, se ha decido no revelar planes ni estrategia a nadie.
“Señoras – dijo sin mirar a Eduardo -. No creo que podamos soportar más. El hambre y la muerte están por doquier. Siéntase afortunadas de vivir aún bajo techo.
Ninguna quiso preguntar por parientes o conocidos. La mirada fría de Marcelo era suficiente respuesta.
Siguieron hablando hasta bien entrada la noche. Las noticias hicieron más denso el ambiente en el orfanato. Mas lo que aseveró Marcelo: “toman de rehenes a menores y les obligan a luchar”.
Eduardo supuso que era sólo cuestión de tiempo, pero no podía pensar cuánto.

La lluvia amainó al día siguiente dejando un espeso rastro de humedad en el ambiente. Los niños estaban más contentos ya que salieron a jugar fuera luego de días dentro del orfanato. A las mujeres no les importó verlos embarrarse, sólo querían verlos felices ese día. Tenían aún grabadas las palabras de Marcelo en sus cabezas y las imágenes en su imaginación las empeoraban.
- Hola, ¿cómo te llamas? – le preguntó una de las niñas nuevas.
- Cristina – respondió la niña de ojos azul pálido.
- Yo soy Linda. ¿Quieres jugar conmigo?
- Si.
En ello, una bola de fango impactó en la cabeza de Cristina y salpicó a Linda.
- ¡Qué asco! – exclamó Linda.
Cristina volteó y miró fijamente a Daniel, un chico criado desde bebe en el orfanato y que desde hace poco ha estado molestándola. Su mirada de odio sacó carcajadas en Daniel que no paraba de apuntarla ni de invitar a otros a la fiesta. Cristina se limpió los ojos y se lamió los labios. Contuvo en barro en su boca envolviéndolo con su saliva, se acercó a Daniel y le escupió directamente en los ojos. Sabía que eso era algo de niños, pero de verdad estaba enojada y poco le importaba ya su orgullo.
- ¡Marcado! – exclamó Cristina.
- ¡Ah, maldita! – gritó Daniel -. ¡Me entró en los ojos!
Eduardo presenció todo.
Cristina se limpió el resto de la cara y fue a jugar con Linda. Ella quedó perpleja ante la reacción de Cristina. Si el barro ya era asqueroso, escupirle en la cara era peor. Pero con sólo mirarla de reojo supo que era el ambiente. El rostro de Cristina emanaba una madurez no propia de su edad, parecía mayor, mucho mayor, como si fuera una reencarnación.
Jugaron toda la tarde mientras reían y se contaban sus cortas vidas (y lo que podían entender de ellas). Anécdotas raras, risas y aventuras ficticias eran lo común. Cristina le contaba sobre la vida en el orfanato, el nombre de cada niño y niña y su principal característica o defecto. Explicándole el mundo a su manera, Linda comprobó que no sólo ella había visto oscuridad allí afuera.

Cuando el cielo se tornó violeta y las luces del crepúsculo comenzaban a oscurecerse, todos los infantes fueron obligados a entrar al edificio, a lavarse y a cambiarse de ropas para la cena. Cenaron papas a la puttanesca en mínimas porciones e iguales para cada comensal. No tenían muchos víveres y debían rendir al máximo los alimentos que reservaban para los días venideros. Aún así, el hambre era lo que menos les preocupaba ese día.
Los niños estaban satisfechos con la cena y eso complacía a los adultos. Una vez terminados sus platos, Adelinda los convocó a la sala de estar donde les contaría historias de aventuras, como cada noche.
- Son estupendas – le susurró Cristina a Linda -. Te encantarán.
El frío congeló los bordes de las ventanas y mató a toda flor que sobrevivió a la lluvia. Dentro chispeaba un voraz fuego en la chimenea mientra Adelinda les contaba a los emocionados y asustados niños la odisea de un joven por conseguir el ojo de oro de manos de un malvado brujo de tres cabezas. Gritaron cuando el brujo se comió vivo a un hombre; lloraron cuando el héroe dejó a su amada para ir a luchar y se llenaron de alegría cuando, al final, derrotó al brujo degollando sus tres cabezas. Como todas las historias de Adelinda, después de la pesadilla, terminaban con un final feliz y con moraleja para los niños, quienes poca atención daban a esas últimas y sabías palabras. En sus cabezas aún seguían vivas las peripecias de los héroes y las maldades de los villanos y que en sus sueños otorgaban su protagonismo y acomodaban la historia a gusto, con el mismo final.
La historia acabó y se consumió el fuego. Antes de que el frío hiciera su inapreciada entrada, todos los niños y niñas fueron enviados a sus camas.
- Eduardo, aguarda un momento – le detuvo la señora Marta mientras se dirigía a su habitación.
- Dígame, señora.
- Hay por lo menos dos camas en mal estado, Eduardo. Apenas esta mañana nos percatamos de ello ya que los niños nuevos no hablan mucho con nosotras. Creerán que les golpearemos por ello – suspiró -. ¡Vaya vida que han tenido! En fin, mañana encárgate de arreglar todas las camas dañadas.
- Sí, señora – contestó.
- Y otra cosa, como hay menos camas, trasladamos a los niños afectados a otros cuartos. Pero nos faltó una niña, ¿puede dormir en la misma habitación que tu hija? Sé que piensas de ello, Eduardo, pero lo necesitamos. No me obligues a usar mi poder contigo.
Eduardo se mordió el labio y asintió. No podía increparla, no a ella, después de todo, gracias a su caridad tiene trabajo, comida y un techo donde vivir.
- Bien, gracias. Haré que Adelinda la escolté a tu cuarto.
Se internó en la oscuridad y Eduardo quedó de pie en el pasillo sosteniendo su vela. Faltaba poco para que se consumiese, pero no le importó. Después de todos esto años, era la primera vez que otro niño dormía en su habitación además de su hija. No le gustaba, para nada. No tenía ojos mas que para su hija y así se quedaría para él. Otro niño allí era como un tumor, algo indeseable que conjugará en su contra.
Su vela se apagó y le atrapó la oscuridad. Los crujidos en la vieja madera iban en crescendo junto el aumento suave de una tenue luz. Apareció Adelinda junto con una pequeña de pelo castaño. La luz jugaba con el color se sus ojos que, supuso Eduardo, eran marrones. Tenía unas cuantas pecas en la cara y unas sombras que contaban muchas historias y que nadie querría oír.
- Ella es, Eduardo – la presentó Adelinda -. Se llama Linda.
La niña lo miró bajo y con respeto. Eduardo no esperaba verla después de que todo el día estuvo junto a su hija. Sentía mezcla de sentimientos. No sabía qué habían hablado, pero Cristina se durmió sonriente esa noche. Algo extraño en ella. Aún así, le disgustaba que volviera a juntarse con Cristina.
- Mucho gusto – murmuró Eduardo.
La niña asintió y forzó una sonrisa. La oscuridad y la luz baja le daban un aspecto fantasmal al rostro de aquel hombre.
Eduardo encendió su vela con la llama de la que sostenía Adelinda. Se la pasó a Linda y le abrió la puerta de su cuarto. Cristina dibujó una mueca al sentir la luz y abrió los ojos. Sonrió de oreja a oreja al ver a su amiga allí y ni le extrañó la hora.
- ¿Qué crees? – musitó Linda (sabía que no podía hablar fuerte, eran las reglas) -. Voy a dormir aquí.
- ¡Cielos! – exclamó Cristina en un suspiro.
Eduardo cerró la puerta para que Linda pudiera ponerse su pijama. En el pasillo sólo estaban los dos, la vela encendida y la oscuridad. Adelinda miró la sombra en sus ojos y entendió la situación.
- Debes dejar que crezca, Eduardo – susurró -. No puedes tenerla encerrada de por vida.
- Sólo hago lo mejor para ella – gruñó.
- Pero no esperes que salga seca si navega en alta mar, Eduardo. Ambos viven aquí, es normal que deba convivir con el resto de los niños.
No contestó.
- Sé que piensas en tu esposa y lo que hizo por esos niños. Pero no los culpes a ellos, ella lo intentó.
- Pero fue en vano – musitó tragando lágrimas.
- Tal vez, pero…
- ¡Pero, nada! Murió igual que esos mocosos. Esos malditos la llevaron a la muerte. La casa se hubiera caído con ella o sin ella. Aún maldigo su decisión.
Abrió la puerta con brutalidad. Ambas niñas estaban durmiendo en la misma cama y la vela estaba apagada sobre una silla. Eduardo cerró la puerta no antes de decir “buenas noches” a Adelinda con acidez. Sin decir más y con un torbellino de odio en sus pensamientos, se acostó con la ropa puesta y se durmió al instante.

La lluvia causó estragos en la zona, cortando caminos e inundando las plantaciones. Los víveres se acababan y apenas podían comprar más. Los precios subían a niveles astronómicos y la lluvia de muertos no cesaba. La vida pasó de ser dura a un infierno en tierra. Muchos optaban por el suicidio para ahorrar penas, otros esperaban por un mañana mejor.
Ese mañana llegó, junto con una fuerte ventisca.
- Feliz Navidad, niños – dijo la señora Marta en el desayuno.
- Feliz Navidad, señora Marta – respondieron en coro.
Este año no había regalos, sólo una cena que acabaría con todos sus recursos y un árbol adornado con dibujos de los niños y adornos reciclados y usados por años. Aún así, los niños estaban felices. Sus contagiosas sonrisas se multiplicaban y hasta el edifico compartía con ellos. Sus viejos bloques y tablas danzaban a sus pies y se olvidaban de las termitas. Se olvidaban así del frío y de los metros de nieve que cubrían la tierra. Los niños jugaban en la sala, todos salvo Cristina. Estaba resfriada y acostada en su cama. Aunque no era serio, su padre culpaba a los otros niños por contagiarla. Por ello la encerró en su cuarto bajo llave y sólo abría para llevarle comida o alguna medicina. No dejaba que nadie más entrara, ni siquiera las señoras.
Eduardo le entregó su regalo: un peluche de un conejo de su mismo tamaño. Ella río, lo besó y lo acostó a su lado.
- Papá, ¿puede venir Linda a jugar? – le rogó mientras tomaba su ya fría sopa de cebolla.
- Sabes que no puedo – contestó secamente -. Puede contagiarse.
- No creo. Yo ya estoy mejor. Hace días que estoy mejor.
- De igual manera, no quiero arriesgarme.
- Por favor, Papi, por favor – le suplicó mirándolo con ojos de cachorro apaleado -. Hazlo como un regalo de Navidad. Me siento sola aquí.
Sus ojos fueron un golpe bajo. Sabía que no podía resistírsele, ni el diablo podría.
- Bueno, bueno, la traeré – dijo de mala gana -. Pero termínate tu sopa.
Cristina arrojó la cuchara y bebió la sopa directamente del plato hasta la última gota.
Poco rato después llegó Linda. Escuchó a su padre toser con rabia detrás de la puerta mientras la cerraba e irse caminando. Cuando sus pasos se extinguieron, saltó de la cama y se acercó a su colección de peluches. Tomó un oso de orejas enormes y redondas que le llegaba a la cintura y lo dejó en medio de ambas.
- Feliz Navidad, Linda – dijo Cristina.
Linda no supo qué decir. En tres años no había recibido nada en Navidad. Sus ojos se inundaron de lágrimas que no pudo contener y estalló de felicidad arrojándose sobre su amiga, abrazándola.
- Gracias, Cristina.
Cristina rió y le limpió una lágrima.
- Anda, abrázalo.
Linda tomó el oso y lo abrazó con todas sus fuerzas. Su cubierta era de suave pelo y esponjado en sus extremidades. En su interior había algo, algo tieso que, supuso Linda, le daba estabilidad. Pero lo adoraba, lo amaba, y nunca se separaría de él. Más que un regalo era un sello de amistad.

En otro lado del orfanato, la felicidad se marchitó. No fue el frío ni fue la ausencia de regalos, fue una visión a lo lejos. Algo que ni siquiera la nieve logró cubrir. Algo que manchaba la blancura del día. Algo que hizo temblar la tierra.
Los que siguen vivos hoy en día recuerdan que se detuvo el tiempo antes del impacto. Un grito del destino les hizo callar y enfocar la vista en el horizonte, dejar de respirar y escuchar el silencio sepulcral.
Linda abrió la boca pero el estruendo la derribó. Algo estalló lejos del orfanato y dejó un rastro de humo, fuego y destrucción a su alrededor. La onda expansiva chocó con furia contra el viejo edificio rompiendo varias ventanas. Los niños gritaron y los más jóvenes lloraron de miedo. Algunos corrían a esconderse, otros aguardaban estáticos su hora. Las señoras, frenéticas, trataban de controlar la situación. La señora Marta ordenó a todas escoltar a los niños al sótano, sin excepción, lo más rápido posible.
- ¡Eduardo, sígueme! – le gritó.
Ambos subieron corriendo las escaleras hasta el tercer piso y buscaron una ventana que les diera cara a la escena. A lo lejos, una densa nube de humo subía indiferente al cielo.
- Díos mío – murmuró Eduardo.
- Shh, calla – le ordenó.
Aún se oían los gritos de los niños, las pisadas alteradas y las fuertes y drásticas voces de las señoras guiándolos al sótano. Dos minutos después, el silencio volvió y no era muy bien recibido, no en ese ambiente.
No eran muy luminosos, pero eran rápidos como una estrella fugaz y con un sonido tardío que de inmediato hizo temblar a la señora Marta. Eduardo pensaba sólo en su hija, en su Cristina, y sin más corrió escaleras abajo hasta su habitación. La señora Marta le gritó algo que no pudo comprender. Sabía lo que estaba en juego.
Tropezó al bajar las escaleras y cayó precipitadamente. No pensó en el dolor y siguió corriendo. Cuando llegó, abrió la puerta hasta el tope. Su hija no estaba allí. “El sótano”, pensó. Al salir del cuarto cayó de bruces. Su única pierna le dolía a morir y vio una mancha de sangre impregnando sus pantalones y bajando por la rodilla. Maldijo y se puso de pie sosteniéndose de la cama. Salió corriendo lo más rápido que podía, cojeando, y perdiendo el equilibrio más de una vez.
- ¡Eduardo! – escuchó a sus espaldas - ¡ Espera, Eduardo!
La señora Marta corrió hasta él, le detuvo y observó perpleja la sangre en su pierna.
- Esto es serio, necesitas ayuda.
- ¡No es nada! – bramó - ¡Tengo que encontrar a mi hija!
Siguió caminando. La señora Marta le sostuvo un brazo y lo ayudó a seguir.
- Está en el sótano – dijo -, junto con los demás.
Llegaron al primer piso y pudieron sentir un hedor horrible y familiar. La pólvora quemada emanaba cerca y el ruido de los disparos se intensificaba como el miedo en sus cuerpos y la nebulosa figura de la muerte. No fue hasta que una bala perdida destrozó el vidrial de la puerta que salieron de su estado de shock y recomenzaron la carrera. LA señora Marta abrió la puerta del sótano y bajaron las escaleras. Crujían demostrando su edad y el temor a que un peldaño cediera era mínimo en ese instante. Al llegar abajo, muchos rostros se unían en una única expresión.
- Gracias a Dios que llegaron – suspiró Adelinda ayudando a Eduardo a incorporarse.
- ¿Dónde está Cristina? – preguntó desesperado.
El silencio fue una fría respuesta. Nadie lo sabía.
- Ni siquiera está Linda – comentó uno de los niños nuevos.
Eduardo saltó hacia las escaleras, pero fue detenido por tres señoras.
- ¡No seas estúpido! – exclamó la señora Marta -. ¡No puedes salir en ese estado!
- Mi niña está allá afuera – gritó -. Debo salir a buscarla.
- Pero su pierna – dijo Adelinda.
- ¡A la mierda!
Saltó nuevamente y fue detenido por una bofetada de la señora Marta.
- ¡Basta de esto! – ordenó.
La conmoción crecía cuando un temblor sacudió los cimientos y el polvo cayó en sus cabezas.
- Yo iré a buscarlas – dijo Adelinda.
- ¡Ni de broma! ¡Tú te quedas aquí! – contestó furiosa la señora Marta -. Nadie saldrá de aquí hasta que afuera esté seguro – se acercó hasta las escaleras y cruzó los brazos -. Es definitivo, no quiero arriesgar vidas.
- Pero mi hija – gimió Eduardo.
Ella le miró con frialdad, pero el brillo de sus ojos le entrego toda su compasión y su dolor. Sabía lo que él sentía, también tuvo que pasar por ello.


Cristina corría sosteniendo a su conejo por una pata y a Linda de su mano izquierda.
- ¿Dónde vamos? – preguntó Linda.
- Ya verás – contestó Cristina -. ¿No quieres jugar con tu oso? Yo conozco un buen lugar, pero está hasta arriba.


La señora Marta ordenó a las señoras pasar lista. No quería llevarse la sorpresa de otra desaparición. Cinco minutos después sintió otra puñalada en el pecho.
- Señora Marta – dijo una de las señoras -. Nos falta Daniel.


Las niñas llegaron al tercer piso y ante la misma ventana que daba a la densa humarada del bosque. Linda observó con temor y los recuerdos de sangre volvieron a ella cuando vio esos haces de luz y escuchó su funesto ruido.
- Han llegado – murmuró.
- Sí, ¿y? – contestó Cristina -. Ya sabes lo que pasará y pensarlo más es una perdida de tiempo. Mejor disfrutemos el rato.
Linda no sabía qué pensar. En parte su amiga tenía razón, pero era un suicidio permanecer allí arriba. Caminó hasta su amiga abrazando su oso nuevo y observando la habitación. Creyó de pronto oír a su madre y ver lágrimas de desesperación en sus ojos.
- ¡Rápido, Linda, escóndete bajo la cama!
Ella corrió y quedó allí en un rincón oscuro.
- Quédate en silencio, querida.
Su madre corrió hasta la puerta cuando alguien la abrió de una patada. La puerta golpeó la cabeza de su madre y la derribó. Alguien caminó hasta ella, le gritó palabras que Linda no pudo comprender y soltó una ráfaga de luces sobre ella.
Ahogó un grito, como le dijo su madre.
Linda despejó sus ojos y vio a su amiga hablándole a su conejo. Se arrodilló a su lado y sentó a su oso.
- ¿Quieres comer algo? – decía -. A que si, ¿cierto? Si, tienes hambre. Eres un conejito goloso, ¿no es así?
Se levantó.
- Espérame aquí.
Linda se quedó sola por un momento que le pareció eterno. Miró al conejo a los ojos. Tenía algo extraño, algo familiar. Le miraba como si la conociera, como si estuviera vivo. Retrocedió un poco. Esa sensación le dio miedo. Cogió a su oso y le abrazó nuevamente, evitando al conejo, miró la cara del oso. Sintió otra vez esa dureza en su interior, pero lo más extraño era algo líquido dentro de sus ojos. Lo sacudió un poco y se percató de ello.
- ¿Qué tienes, pequeñín? ¿Te entro aguas a los ojos o estás llorando?


- Por favor, señora Marta – rogaba Eduardo -. Debo buscar a mi hija.
- Lo siento, Eduardo, pero no puedo dejarte ir. Aunque me duele en el alma, tienes que pensar que tu hija está en un lugar mejor.
- Señora, por favor – repitió -, usted no entiende. Soy el único que puede mantenerla con vida.
La señora Marta miró sus lágrimas y su desesperación. Fugazmente pensó en matarlo, no soportaba verle así.
- En verdad – dijo al fin -. Lo siento, Eduardo.


Cristina llegó cargando un recipiente rojo muy grande y cubierto con un paño.
- Vas a ver que rica comida te he preparado – le dijo al conejo mientras le ponía el paño como babero -. Pero antes, debes aprender a mirarme.
Del recipiente Cristina sacó un cuchillo. Linda quedó perpleja. El cuchillo era casi tan largo como su brazo y su hoja reflejaba todo tan claramente como un espejo. Cristina rodeó al conejo y se detuvo a sus espaldas.
- ¿Te gusta este masaje? – le dijo mientras tocaba su cabeza -. Me alegro. Buen chico. Ahora quédate quieto y no llores, esto te va a doler un poco.
Cristina enterró el cuchillo en la cabeza del conejo y comenzó a cortar hasta llegar al cuello. Linda no daba crédito a lo que veía. ¿Qué estaba haciendo?
- Cristina – susurró.
- Espera un momento, Linda – le dijo -. Cuando Daniel coma, jugaremos en paz.
- ¿Le llamas Daniel?
Cristina dejó caer el cuchillo, cogió algo del recipiente que Linda no pudo ver y lo metió en la cabeza del peluche.
- Sí, así le puse – contestó -. Porque, después de todo, es así como se llama.
Cristina coció su cabeza en breves minutos. Se acercó otra vez al recipiente y sacó dos platos, dos cuchillos y dos tenedores. Sirvió una masa roja mal oliente en ambos platos y le deslizó uno a Linda.
- Toma, dale de comer a tu oso.
Linda vio claramente aquella sustancia. Parecía carne por el color y tenía trozos blancos. Cristina tomó un poco de la comida con su tenedor y la puso en la boca de su conejo.
- Vamos, no temas – le dijo -, esto es delicioso. Sé que te gustará.
Linda quedó atónita. No podía creerlo. Aquel conejo, ese peluche, de pronto abrió su boca y tragó lo que Cristina le ofrecía.
- ¿Qué esperas, Linda? – dijo sonriente -. Dale de comer a tu oso.
El conejo mascaba con mirada perdida los bocados que Cristina le ponía en la boca. “Debo estar soñando”, pensó Linda. Cogió el tenedor y lo untó en la comida. Sintió su suave consistencia al introducirlo y el sonido viscoso al sacarlo. Con la mano temblorosa, acerco el bocado a la boca de su oso. Este frunció levemente su nariz y abrió la boca. Linda sintió el deseo de correr, donde sea, pero de huir de allí. Sin embargo, le dio el bocado al oso. Este mastico con lentitud.
- ¿Lo ves? Tenía hambre.
Linda quería llorar. Estaba muerta de miedo.


En el sótano, Eduardo se levantó ante la vista atónita de todos. Apoyaba todo su peso en su prótesis y se acercó decidido y tambaleante ante la señora Marta. Antes de que pudiera decir algo, Eduardo la hizo a un lado de un golpe seco en la sien. Las señoras gritaron ante la agresión mientras Eduardo subía las escaleras.


Lo que más temían ocurrió.
La puerta principal cayó por unos hombres que buscaban refugio. Detrás se oían disparos y explosiones; gritos de histeria y de dolor; y de órdenes imposibles de cumplir. Estos hombres no pudieron alcanzar el vestíbulo. Sus enemigos los alcanzaron y les dieron muerte por la espalda. Así se rompió la esperanza del interior, todos los moradores del orfanato sintieron una punzada en el corazón. Cada paso que esos hombres daban les acercaba a su muerte.
Eduardo lo supo, los vio entrar y disparar. Estaba escondido tras la pared que daba al pasillo esperando que esos hombres se largaran. Pero su interior sabía que eso no pasaría hasta que el edificio fuera una montaña de cenizas. Sentía el tiempo pasar y como la desesperación, la ira y el miedo le fluían por las venas. No podía quedarse allí hasta que ellos encontraran a su hija. Pero tampoco podía salir a pelear, lo matarían al menor suspiro…tampoco podía esperar.


- Ya está – alabó Cristina -. Si que tenías hambre. Haz acabado con todo y no dejaste una sola migaja.
El oso de Linda mascaba su último bocado. Quería despertar de la pesadilla y olvidarlo todo, como cada mañana que no puede recordar sus sueños. Pero por más que se peñiscara, no conseguía salir de ese ambiente de ultratumba ni eliminar ese malestar en su estómago.
- Ahora – dijo Cristina poniéndose de pie - ¿Lista para jugar?
Linda no contestó.
- Creo que si – se dijo.
Acarició bajo las orejas del conejo y le susurró algo que Linda no pudo comprender. Cristina miró al oso y repitió los mismos extraños sonidos. El oso y el conejo se pusieron de pie y alzaron su mano hacia las niñas. Cristina tomó la mano de su conejo y le indicó a Linda que hiciese lo mismo. Linda titubeó y acercó su mano lentamente hasta el oso. Su oso la sujetó con suavidad y Linda juró ver una sonrisa en su boca.
- Vamos a jugar.
Cristina comenzó a caminar junto con el conejo y Linda fue guiada por el oso. Bajaron las escaleras.
Se dirigían al primer piso.


Uno de los hombres ordenó que revisaran el edificio. Mando a unos a los pisos superiores y a otro al sótano. No paraban de apuntar ni de mirar sobre su hombro. Caminaban con sigilo y en total alerta. Eduardo se sentía perdido: ya podía saborear la muerte.


Las niñas llegaron al segundo piso y fueron recibidas por dos hombres armados. Les apuntaron sin decir palabra y les miraron con ferocidad. Linda sintió el golpe de su corazón contra su pecho. Sabía lo que tramaban hacer aquellos hombres. Nadie gritó, nadie habló, el silencio era mortal en aquel cuadro.
Cristina soltó a su conejo y el oso soltó a Linda. Ambos estaban fijos, mirando detenidamente a los soldados. Luego caminaron hacia ellos.


Eduardo escuchó disparos provenir desde el segundo piso seguido de unos fuertes gritos. Los hombres en el vestíbulo corrieron por las escaleras. Eduardo temió lo peor y, sin pensarlo más, salió de su escondite.


Linda se tapó los oídos y se acurrucó en el piso al oír los disparos. Los soldados disparaban sin cesar a aquellos peluches sin poder detenerlos. Cuando sus municiones se acabaron, el conejo saltó y abrió sus fauces contra la cara de uno de ellos. Le arrancó la nariz y un trozo de la sien. El otro soldado estaba paralizado y no pudo esquivar los dientes del oso cuando este saltó a su cuello.
Un grupo de siete soldados llegó a los pocos segundos para ver a dos de sus hombres muertos y a dos peluches masticando con placer su carne fresca. No se percataron de las niñas detrás de esos engendros y comenzaron con su ráfaga asesina una vez más. Los peluches fueron penetrados por cientos de balas. Perdían sus costuras y parte de su relleno, no obstante seguían de pie y se acercaron a aquellos hombres.
Linda no pudo olvidar jamás ese momento. Los peluches despedazaron todos los soldados de la manera más brutal, cercenaron sus partes, comieron su carne, sus huesos y bebieron su sangre hasta que no quedó nada en aquel lugar.


Eduardo se acercó a las escaleras agitado. Comenzó a subir a saltos con un esfuerzo sobre humano.
- ¡Eh, tú! – gritó alguien a sus espaldas.
El soldado enviado a registrar el sótano estaba cinco escalones más abajo apuntándolo con su rifle. Eduardo se paralizo en el acto. Gotas de frío sudor corrían por su espalda.
- ¿Papi?
Eduardo volteó y vio a Cristina al final de las escaleras más arriba. Sintió un dulce alivio invadir todo su ser cuando vio a su pequeña intacta y a salvo. Pero como una ráfaga de aire, aquella sensación se consumió cuando escuchó un disparo. Pensó que impactó contra su cuerpo, lo hubiese deseado más que cualquier otra cosa, pero sólo vio a su pequeña caer de espaldas ante sus ojos.


Linda vio a su amiga caer de espaldas por aquel disparo. No pudo gritar ni llorar por ella en ese momento. El terror era parte de ella y la controlaba. Pero fugazmente notó que lo que salió de Cristina no fue sangre. Fue algo blanco, espumoso…

La ira le invadió y cegó su lucidez. Se abalanzó contra aquel soldado gritando como una fiera. El soldado se asusto al ver la expresión asesina de aquel hombre cojo y soltó una ráfaga de disparos. Los proyectiles impactaron en su abdomen y sus dos brazos. Cayó de bruces al suelo salpicando sangre por doquier. El soldado, aliviado, se acercaba a la salida sin quitar la mirada de encima del cuerpo tirado al borde de las escaleras. Al dar el noveno paso hacia atrás, sintió que algo suave y felpudo le detenía el paso.


Cristina se levantó como si nada hubiese pasado. Se tocó la frente y sacó una bola de algodón. La comió y bajó las escaleras. Vio el cuerpo de su padre tendido en el suelo rodeado de sangre y a un soldado petrificado ante la puerta. Sus demás peluches le impedían salir. Estaban de pie, firmes y esperando. Cristina se inclinó ante su padre.
- Papi – murmuró -. ¿Estás bien?
Él no contestó.
- ¿Papi? – insistió sacudiendo su cuerpo.
Sin respuesta.
Cristina cerró sus ojos y frunció su nariz. Quiso llorar pero no pudo expulsar las lágrimas. Furiosa enterró sus dientes en el cuello de su padre y le arrancó un gran trozo de carne. La sangre de escurría por la cara mientras masticaba. Cuando tragó, el agujero de bala desapareció de su frente.
- Gracias, Papi – dijo en un sollozo.
Se puso de pie y caminó hasta el soldado. El conejo y el oso llegaron a su lado y se acercaron al soldado. El hombre estaba rodeado en un círculo mortal de peluches.
Linda se arrastró hasta las escaleras y observó la escena allí abajo. Catorce peluches saltaron hambrientos sobre un hombre. Sus oídos se llenaron de gritos de dolor y de mordidas. Linda cerró los ojos, se tapó los oídos y comenzó a gritar del pánico.
El soldado desapareció a los pocos minutos.
Los peluches, satisfechos, se formaron ante Cristina. Ella llamó al oso y le susurró algo al oído. El oso se quedó allí mientras Cristina se aproximaba a la puerta seguida de sus trece peluches. Se adentraron juntos en la luz, en el ruido y en el humo de la batalla.
Desaparecieron.
El oso contempló el exterior un momento y luego subió las escaleras. Se acercó a Linda y le quitó las manos de los oídos. Ella abrió los ojos y soltó un grito al ver al oso lleno de agujeros. Se arrastro hasta chocar de espalda contra una pared. El oso se acercó a sus pies y se sentó. Linda gemía de terror mirando al oso, esperando su próximo movimiento.


Adelinda fue la primera en salir del sótano una hora después. Se aventuraba con lentitud y con un frío temor en su interior. Caminó hasta el vestíbulo y cayó de rodillas, asustada, al ver el cadáver de Eduardo tirado sobre un charco de sangre. Corrió hasta el y se percató de sus heridas de bala que atravesaban su cuerpo.
- Dios mío – dijo persignándose.
Escuchó un débil gemido arriba, en el segundo piso. Pensó en las niñas, que quizás aún estuviesen con vida. Subió corriendo y encontró a Linda de espaldas ante la pared con un oso sentado mirándola fijamente. Adelinda corrió hasta ella y le dio un fuerte abrazo. Se sentía feliz de verla con vida.
Linda no reparó en Adelinda ni cuando la tomó del suelo para abrazarla. Su mirada seguía pendiente del oso.
Adelinda la dejó en el suelo murmurando palabras de alivio y consuelo. Linda no oía nada de nada. Entonces Adelinda notó la mirada de Linda, sus ojos grotescamente abiertos, su palidez y su contante gemido por falta de aire. Siguió su mirada y se enfocó en el oso lleno de agujeros. Adelinda lo levantó. Estaba cubierto de sangre. Asustada lo soltó. Linda lo siguió fijamente y pudo oír que algo se rompía cuando el oso cayó. Uno de sus ojos se desprendió y salió detrás una bola blanca con rayas rojas.
Adelinda ahogó un grito y cayó de espaldas.
Linda soltó un potente alarido al son del terror que le consumía la razón.
Un ojo azul las miraba fijamente mientras la sangre se escurría por el piso y caía escaleras abajo.

.....

Me falta poco para terminar el segundo (una hilarante comedia negra con sangre y sexo), así que si les gustó, subiré el otro.

martes, 8 de diciembre de 2009

Tercer Capítulo

Cai en el caos más absoltuo de la creación: las historias sólo llegan y se almacenan para luego ser contadas. Hasta ahora no tengo idea de cuántas cosas cruzan por mis neuronas, pero Tania sigue presente aunque aún no haya podido editar el primer libro y esté todavía en la mitad del tercer y último. Pero bien, subir los borradores y leer sus opiniones me ayuda mucho.

Les dejo aquí el capítulo tres. Es algo sombrío y dramático, comparado con los dos anteriores, pero da dirección a la historia. Es vital leerlo para poder seguir.
Disfruten


-Diario tres-
Relámpagos de noche oscura


Lo hice lo más rápido posible. Cené, me bañé, me lavé los dientes, me puse el pijama y me acosté. Todo para poder leer el libro que me prestó el padre de Nadia y porque no me podía quitar las palabras de la cabeza. Una vez tendida en la cama, esperé con el libro en mano que mi hermano estuviese profundamente dormido en su habitación, y que mis padres le igualaran. Quería deleitarme leyendo sin que nadie me molestara y por ello es que no podía dormir, ni siquiera tenía sueño. Abrí el libro y comencé a leer desde donde me había quedado. Las palabras nuevamente me llevaron y otra vez escuchaba ese susurro en mi oreja.

“Lo impredecible hace a la persona un total misterio. Lo curioso es que eso es lo que nos atrae de los demás, en especial del sexo opuesto. ¿Puede ser que por eso me enamoré de alguien que para mí era algo que no se puede ver ni saber qué es por la oscuridad? Aquella mujer llegó ante mis ojos como un relámpago. ¿Quién lo hubiera predicho? Me enamoré, en verdad estaba flotando sobre nubes.
“Mi corazón estaba subiendo por una escalera al cielo. Nunca en mis diecinueve años de edad había sentido eso. Si tú, lector, nunca has conocido a alguien así, es muy difícil que entiendas mis emociones tan complejas de escribir. Tan difíciles de explicar.

Eso fue algo del primer capítulo, más bien un resumen. Tienen que entender que leí ese libro hace cuatro años y actualmente no lo tengo en mi poder y no sé si todavía seguirá a la venta. ¿Lo has visto tú por allí?

“Estaba en primer año de universidad. Podía respirar el ambiente, la nueva atmósfera que acompañará mi vida en este trayecto. Era tradición y de buena fortuna, por lo que me habían contado algunos amigos de edad mayor, que el primer día en la universidad el mechoneo era necesario. Para los de segundo años, obligatorio. Ni hablar de cómo me dejaron. Me recortaron el pelo, destrozaron a jirones mi polera y me quitaron el resto de mi ropa. Me dejaron solamente con mis calzoncillos puestos. Eso sin contar los huevos y demás porquerías en las que te bañan de pies a cabeza. Así estaba yo, casi desnudo y cagado de frío.
“Pero resistí, y debía hacerlo, yendo a pedir dinero a la gente que pasaba frente a la universidad. Tenía que reunir cinco mil pesos, pero gracias a la generosidad de las personas, no me fue difícil juntarlos. Yo no estaba solo en esa situación. Alrededor mío estaban todos los de primer año y las mujeres, por lo que vi, también les fue horrible. De todas aquellas mujeres me llamó la atención una que estaba pidiendo dinero con un brazo cubriendo sus pechos desnudos. No tenía la menor idea de qué color tenía el pelo, la piel o los ojos ya que estaba totalmente cubierta de mierda.
“Llegué ante los abusivos que tenían mi ropa y mi mochila y, tal como me lo habían dicho, me lo devolvieron todo a cambio de los cinco mil pesos que les entregué. Cuando ya me había puesto mis pantalones, ellos me invitaron a tomar unas cervezas cerca de allí. Les dije que los alcanzaría en alrededor de una hora más ya que quería limpiarme porque en realidad apestaba como burro muerto. Ellos estuvieron de acuerdo y me dijeron que guardarían un poco de cerveza para mí. Apenas se fueron, abrí mi mochila y saqué una de las dos poleras extras que había empacado. Cuando salía del recinto, vi otra vez a aquella mujer, está vez hablando con sus abusivas correspondientes. Parecía que logró juntar el dinero justo y ellas le devolvieron sus cosas, por desgracia toda la ropa de su parte superior estaba hecha trizas. Tuve compasión por ella, así que le ofrecía mi polera sobrante y ella aceptó con gusto. Desde ese momento mi vida nunca más fue la misma.

Me levanté al llamado de la naturaleza y fui al baño. Una vez misión cumplida, corrí a la cama para volver a leer. Puede que ante mi desesperación haya provocado mucho ruido al pisar y por eso mis padres me hablaron desde la oscuridad de su habitación.
- ¿Tania, qué demonios pasa? – preguntó mi padre somnoliento.
- Nada, papá. Es solo que necesitaba ir al baño.
- ¡Ah! Bien, recuerda de tirar la cadena y…- quedó dormido profundamente otra vez. Caminé ahora en puntillas a mi cama tratando de no hacer ruido.

“Al final de nuestras carreras, los dos consumimos este romance con el matrimonio. Lucia estaba igual de hermosa que siempre. Su vestido blanco no distraía a mis ojos de su rostro y sus ojos púrpuras. Yo estaba, en verdad, asustado y emocionado a la vez. Si no fuera por mis amigos ya me hubiera desmayado en el acto. No te preocupes, me decían, todo saldrá bien, en especial cuando estén los dos solos esta noche.
“Esa noche, después que se fueron todos los invitados, nos fuimos a un hotel en donde mi padre nos reservó una habitación. En esa gran cama redonda fue donde…

Mi lectura fue bruscamente interrumpida por los gritos de mi madre.
- ¡Tania, por Dios, apaga esa luz!, ¡Son las dos de la madrugada y mañana tienes que ir al colegio!
No quise discutir y apagué inmediatamente la luz. Dejé el libro en mi escritorio para luego dormir tratando de aguantar las ganas de seguir leyendo.
Sentía apenas que pasaron cinco minutos desde que cerré mis ojos a cuando me despertaron.
- ¡Tania, despierta! – me decía mi hermano – Son las siete y media de la mañana y si no te apuras, vas a llegar atrasada al colegio.
Mis ojos se abrieron como si les hubiera caído agua helada. Salté de la cama y fui corriendo al baño. Me duché, sequé mi cabello y me lavé los dientes casi al mismo tiempo. Salí del baño tan rápida como nunca y me vestí y desayuné también al mismo tiempo. Me despedí de cada uno y corrí a la puerta.
- ¿Tienes algo que hacer hoy en el colegio, Tania? – me detuvo mi mamá.
- ¡No, mamá, es que voy atrasada! – le respondí alterada - ¿No sabes que hora es? Deben ser casi las ocho.
- ¿Las ocho? Pero si falta más de tres cuartos de hora.
- ¿Cómo? – exclamé sorprendida – Si mi reloj dice que van a ser las ocho.
- ¡Ah! De verás que no te conté. Ayer el Poncho entró sin querer a tu pieza y botó tu reloj al piso con su cola. Tu padre dijo que hoy lo iba a componer – se escuchó un pito que provenía de la cocina - ¡Cresta, se me olvidaba la comida para hoy!, ¡Se me va a quemar, maldición!
Me quedé allí parada y miré el reloj cucú que estaba colgado en la sala. Decía claramente las siete y quince minutos. Caí sentada apoyada en la puerta. Suspiré y me relajé. Mi hermano me la jugó de nuevo, pero ya verá.
- ¡Mamá! – le grité - ¿Puedes servirme un vaso de leche?
- ¡Claro, niña! – me respondió acompañada del ruido del aceite friéndose - ¿De qué sabor la quieres?
- ¡Sorpréndeme!
Y en verdad lo hizo. Nunca antes había probado leche de chocolate con duraznos y ni sabía que existía. Creo que esas creaciones culinarias tan raras se deben a que mi madre estudió gastronomía antes de casarse. Pero no pudo terminar la carrera ya que en la última prueba, reprobó por estar fumando y cocinando a la vez. Tanto dañó eso el orgullo de mi madre que se retiró del instituto y no quiso volver nunca más a rendir aquella prueba. Es gastrónoma sin cartón, como dice mi padre.
Salí de casa a los pocos minutos y caminaba tranquilamente al colegio llevando en mi mano el libro del padre de Nadia. Como me era costumbre, en el camino me topé con Amalia. Estaba rara ese día, se veía tranquila y con una venda en la cabeza.
- ¿Qué fue lo que te pasó allí? – le pregunté mientras caminábamos.
- ¡Ah, esto! No es nada. Me lo hice ayer al volver a casa – me decía con una calmada voz – Corrí tan rápido que no me di cuenta del poste que estaba al frente y choque. Casi me rompí la cabeza, pero el poste fue el que se llevó la pero parte. ¿Ves por allá esos cables que se desvían al suelo? Allí está el poste.
No pude ver muy bien a donde me indicaba Amalia porque unos árboles obstaculizaban la visión, pero en realidad parecía que aquel poste estaba tirado en el suelo. Por unas calles cercanas, vi como dos camionetas municipales iban justo donde Amalia chocó. Se notaba que había dejado una gran cagada en la calle.
- Sabes, Amalia, te noto diferente. ¿Es a causa del choque?
- Más bien, todo es culpa de estás pastillas – me respondió mostrándome unas pastillas blancas y del tamaño de una moneda de diez pesos – Me las recetó el doctor para los dolores de cabeza y para que me mejorara del chichón que me dejó el choque. Estas porquerías no solo me sanan, sino que también me relajan. Los únicos contentos por ese accidente son mis padres.
Y ya lo creo con solo ver como te comportas en casa. Sus padres deben de sentirse más tranquilos que nunca.
En una calle del colegio Ezperanza estaba estacionado un furgón blanco con un hombre apoyado en él. Estaba fumando y usaba unos gruesos lentes negros. Amalia me lo señaló y me dijo que se parecía a James Dean, que le faltaba la pura moto y la chaqueta. Estaba mirando a cada chica caminar y entrando al colegio como si esperara a alguna. Pero apenas me vio, no me quitó los ojos de encima. O eso creía, porque con sus lentes puestos no tenía idea de lo que estaba mirando. De la radio de su vehículo se escuchaba una canción de Queen, pero no me acordaba de su nombre.
- ¡Tania, muévete!, ¡Estamos ligeramente atrasadas! – me dijo Amalia enterrándome su dedo en mi mejilla.

Me quité de la cabeza a ese hombre tan extraño apenas la profesora terminó de pasa r la lista. Abrió su cuaderno de materias y comenzó a dictar. Nadia no tuvo la misma atención de ayer, hoy fue más discreta y es que así son mis compañeras con las nuevas, les sacan el jugo de información el primer día, luego deducen cómo es y que hacer con ella, si considerarla amigable o despreciable. De lo último son casos contados de dedos de una mano y no quiero salirme de la historia contando sobre esos casos.
Apenas terminó la primera clase, Amalia me arrastró al puesto de Nadia.
- ¿En qué parte vas del libro, Tania? – me preguntó luego de los saludos.
- Llevo como unas sesenta hojas, más o menos – respondí. Ustedes leyeron mucho menos que eso, pero yo les había dicho que lo resumí.
- ¡Vaya, y en tan solo una noche! Bueno aún te faltan trescientas hojas.
- Si. Me queda bastante por leer.
Amalia mientras tocaba su famosa guitarra de aire tarareando Another brick in the wall de Pink Floyd. Parecía que el efecto de las pastillas se estaba acabando.
- ¿Pretendes leer al llegar a tu casa, Tania?
- Más bien, pretendo terminarlo.
Los ánimos estuvieron buenos ese día. Yo estuve en plena forma en la clase de deportes a pesar de haber madrugado. Nadia mostraba la misma sonrisa y candidez de ayer y Amalia seguí siendo Amalia.

“La felicidad fue algo que se hizo más poderosa en mi vida al recibir a nuestro primer hijo. Lucia propuso llamarlo Matías a lo que yo acepté. Lo bautizamos acompañados de toda la familia a los cinco días después. Aquel producto mío y de mi esposa era más travieso de lo que me imaginé. Un buen amigo una vez me dijo: Un hijo lo cambia todo. Era verdad. Los dos soportábamos levantarlos en la madrugada cuando estaba llorando. Yo accedía a cambiarle los pañales después de regresar del trabajo y ella lo hacía en la mañana. Como los dos teníamos un empleo, tuve que contratar a mi suegra para que lo cuidara. Ella aceptó cuidarlo sin costo, pero yo insistí a entregarle unos ochenta mil pesos al mes por las molestias.

Mi casa estaba como morgue de hospital cuando llegué. Normalmente mi madre pone música para decir a todos los que pasaban que había alguien en casa, pero esta vez ni siquiera se escuchaba el cantar de las aves. Mi hermano debería estar jugando con Poncho en el antejardín, pero ni el perro se veía. La reja y la puerta estaban abiertas y la casa estaba tal cual como la dejé en la mañana. Creerán que yo pensé que algún ladrón había entrado a la casa, pero estaba muy ordenada. O tal vez que los habrán secuestrado y dejado una nota de rescate, o posiblemente asesinado y dejado sus cuerpos en el jardín. Pero yo dejé de preocuparme por cosas como esa desde hace mucho tiempo. En realidad la casa estaba tal cual como en la mañana, salvo por una nota que encontré sobre la mesa de la cocina. La visión de secuestro me vino a la mente. Pero, ¿Qué idiota tendría las agallas de secuestrar a un miembro de esta familia? No me lo imaginaba y tomé la nota. Estaba escrita por mi madre, reconocería esa letra en donde fuera. La bonita caligrafía no se ve muy a menudo.

Tania.
Yo y tu hermano fuimos a comprar al supermercado. Tardaremos un buen rato en llegar. No te preocupes por la comida, te dejé arroz con alcachofas en la olla. Caliéntalo exactamente unos diez minutos o se quemará. Pone música para que sepan que hay alguien en casa. Dale de comer a Poncho y limpia las mesas.
¡Nos vemos!

Así era mi madre, breve y directa al grano. Por si acaso, el arroz con alcachofas no es en porciones separadas, lo que hace mi madre es juntar ambas cosas en una olla con agua caliente y luego revolver. Al rato quita el agua y no sé que más hace. Podrá sonar asqueroso, pero a mí no me desagrada. Por lo menos ustedes no comen estas cosas tan extravagantes todos los días.

“Ese pequeño era todo mi ser. No permitiría jamás que algo malo le pasase. Estaba dispuesto a recibir cualquier puñalada en su lugar. Creció muy sanamente y nos hacía muy feliz a ambos. Yo le consentía en todo y lo llevaba a donde quisiera. Lucia me advertía de no mimarlo mucho, pero que hacer si eres tan feliz con ver su sonrisa.

Llegaron dos horas después cargados en un taxi.
- ¡Tania, ven a ayudarme! – me ordenó mi madre por lo que tuve que dejar mis tareas para después y ayudarla a cargar las bolsas para dentro. Eran como veinte y todas estaban pesadas. Hasta el chofer del taxi nos ayudó y quedó tan cansado como nosotras.
- ¿Qué compraste? – le pregunté al componer el aliento.
- Cosas para el mes – contestó como si no fuera gran cosa.
Mi hermano mientras registraba cada bolsa a fondo buscando algo.
- ¡Ten, Tania! – me dijo arrojándome algo - ¡Te compramos tu chocolates favoritos!
Chocolates rellenos de manjar. Los guardé en mi bolsillo y me los comí a escondidas en mi habitación. Yo era la única en la casa a la que le gustaban tales chocolates. Mi padre me pedía cada vez que veía una oportunidad. Cada vez que me compraban, los escondía en lugares que ni se imagina y él igual los descubre y se los come echándole la culpa al perro el muy cínico. Por esos percances, me los devoro apenas están en mis manos.
Mis deberes escolares eran más cada día y sobre todo ese día. Lamenté no haber podido leer ni siquiera en la noche al acostarme. Estaba tan exhausta que mis ojos se cerraban solos. Apenas vi mi cama, me desplomé sobre ella, durmiéndome antes de caer.
Al otro día, mi hermano nuevamente me despertó.
- ¡Tania, despierta! Te quedaste dormida con la ropa puesta, ridícula.
- ¡Ah, qué! ¿Qué hora es? – pregunté bostezando.
- Las siete y media, estás ligeramente atrasada.
Le quedé mirando de reojo.
- No caeré en tu broma nuevamente, así que adió. – y hundí mi cabeza en la almohada.
- No sé si te habrás dado cuenta, Tania, pero papá compuso tu reloj. – me dijo mientras salía de mi habitación.
Como chispazo reaccioné y miré mi reloj. Decía las siete y treinta y cinco minutos.
- ¡Tania, maldición, levántate que llegarás tarde al colegio! – me ordenó mi madre a gritos.
- Mierda, tenía razón. – murmuré levantándome de un salto y al igual que ayer, hice todo lo que tenía que hacer en tiempo record.
Salí corriendo de la casa con tanta rapidez que nadie me podía ver y con la cual hacía volar las cosas. Por suerte, llegué al colegio exactamente a las ocho de la mañana. Estaba con cansancio acumulado, la tarea y aquella carrerita me dejaron como sonámbula en la primera clase. No tenía noción de lo que sucedía alrededor mío, pero de algo pude percatarme. La profesora anunció la fecha de la primera prueba, dentro de dos semanas a contar de hoy. Me hubiera gustado unirme a las quejas, pero estaba tendida oreja abajo en mi pupitre. Pero esa misma noche, cansada o no, tomé el libro y recomencé a leer sin importarme si mis padres o mi hermano me molestaran.

“Busqué por todos lados. Estaba tan desesperado que podría haber matado a cualquier persona que estuviera en frente de mí, incluso hasta a mi esposa. Ella llamaba sin parar a la policía, a investigaciones, a parientes y amigos y lo único que obtenía era nada. Yo montaba mi automóvil esa noche de invierno. Llovía a cantaros y apenas se podía ver la carretera. Pese a que las luces de los faroles eran muy potentes y la iluminación de las tiendas, restaurantes y casas ayudaba también, era inútil, la lluvia era como un grueso manto. Estaba comenzando a inquietarme demasiado. Desde la tarde buscando sin obtener pista alguna. Quería encontrar a ese desgraciado y hacerlo pedazos con mis manos.
“Mi hijo, mi primogénito, mi semilla, había sido raptada esa tarde en el colegio por alguien que fue descrito como un hombre bien parecido, con barba y pelo rubio. Según las profesoras, se llevó al niño apenas salió del colegio y este se veía muy feliz. Eso me pareció extraño cuando me lo dijeron ya que él nunca es amistoso con gente que no conoce, pero mi preocupación en ese momento opacaba mi raciocinio. Estaba cegado por la ira y la desesperación.
“Una señora que iba a dejar a sus hijos sacó, por casualidad, una foto del desgraciado con mi hijo a su lado. Era alto, rubio, con barba negra y vestía casualmente. Memoricé su rostro y lo buscaba en cada rincón de la cuidad. A menudo me detenía e iba detrás de algún tipo. Lo sujetaba con furia y luego me daba cuenta de que él no era el desgraciado.
“Creía que ya todo estaba perdido cuando lo encontré caminando por un puente. Me bajé del auto rápidamente y le golpee la cara antes de que se diera cuenta.
- ¿Dónde está mi hijo, bastardo? – le pregunté amenazante.
- ¡Era tu hijo! ¡Ja! Se nota de lo debes querer. – me dijo sin tomar en serio la situación.
- ¿Dónde está? – insistí casi perdiendo la paciencia.
- Esta donde tú debes buscar, estúpido. – me respondió soltando una carcajada.
“Esa estruendosa risa me volvió loco. Lo tomé del cuello y lo arrojé al río. Se perdió de vista en al oscuridad de las aguas. En ese momento mi control estaba hecho pedazos. Era un animal salvaje. No pude componerme y asesiné al maldito. Cuando mi razón escasamente volvía a mí ser me di cuenta de la situación. Mi hijo ya estaba totalmente alejado de mí y sentía que nunca más lo volvería a ver. Arrodillado, comencé a llorar.

El viernes al llegar a casa, mi padre tenía de visita a sus amigos. Yo saludé a cada uno como mi madre me dijo. La música en esa noche era Satisfaction y otros temas de The Rolling Stone. Como era costumbre, en la mesa había tres botellas de cerveza. Dos vacías y la otra por la mitad.
Me dirigía mi habitación y puse en mi radio personal un disco de Ray Charles y comencé a hacer la tarea para el lunes, pero esta vez con más calma que nunca.

“El tiempo igual pasa aunque el mundo se haya acabado. El mío se consumió cuando perdimos a Matías. La policía e investigaciones buscaron durante tres años sin encontrar ni siquiera una pista. Entonces me llamaron un día por teléfono y me dijeron que lo sentían, pero el caso no avanzó desde que comenzó por lo que lo cerrarían mañana. Yo insistí para que siguiera abierto, pero fue inútil. ¿Conocen esta emoción? La conocerían si estuvieran en mi misma situación. Perder a un hijo es como perder la mitad de tu cuerpo o todo tu cuerpo. Es irremplazable y es como si hicieran un agujero en tu alma.

“Este año Matías cumplirá diez años y nosotros nos preparábamos para recibir otro hijo. En este caso una niña. Aún no superábamos el dolor de la perdida de Matías, pero seguí los consejos de curas y psiquiatras: la vida sigue y hay que vivirla lo más feliz posible. Deja el pasado atrás y concéntrate en el futuro. Aún tiene una esposa que te quiere y la debes cuidar lo mejor posible.
“Recibimos a Alicia con los brazos abiertos. Tenía el mismo color de ojos que su madre y comencé a saborear la felicidad otra vez.

Parece un deja-vu, pero el mismo tipo que vi el jueves pasado, estaba en el mismo lugar, con la misma pose y otra vez pensé que no me quitaba la mirada de encima. Amalia me lo indicó diciéndome que James Dean siempre regresaba.
En el recreo, fuimos las tres a ver si aquel tipo seguía allí. Cuando lo comenté en clases a Nadia, sintió tanta curiosidad por ese sujeto que me pidió que se lo mostrara. Su mirada se alteró cuando se lo describí, como si fuera alguien que conociera. Estábamos mirándolo disimuladamente sentadas bajo un árbol y que casualmente estaba a un costado de él. Era el lugar perfecto porque no nos podía ver. Estaba todavía con la misma postura de la mañana. Nadia estaba mirándolo fijamente. De pronto, la puerta del furgón blanco se abrió y salió una mujer. Parecía tener el cuerpo calcado de las páginas de Condorito porque su anatomía era tal cual como están dibujadas las mujeres en la revista. Le dijo algo al tipo que no pudimos escuchar por la lejanía y ambos subieron al furgón. Luego encendieron el vehículo y se largaron por un camino opuesto. Nadia tenía una expresión se sorpresa y angustia que daba miedo. Pensé que algo tenía que ver aquel sujeto con ella.
- Volvamos a la sala – nos dijo con una sonrisa -. Están por tocar el timbre y ya saben como se comporta la profesora cuando alguien llega tarde a la sala.
Mientras caminábamos no dejaba de pensar en sus reacciones al ver al tipo del furgón blanco. En ese instante de la historia pude haber tomado otro camino y no haberme metido en la vida de otras personas, pero yo no soy esa clase de personas. Soy una maldita curiosa y ese año me lo cobró caro esa cualidad mía.

“¿Recuerdan lo que les dije sobre los relámpagos? Bueno, nunca creí haber tenido uno tan cerca. Un día cualquiera, después del octavo cumpleaños de Alicia, unos detectives golpearon a mi puerta. Yo estaba solo puesto que mi esposa e hija salieron donde mi suegra. Dejé entrar a los detectives que estaban con una seria expresión en sus ojos. Creí que con su trabajo eso era algo natural, pero me equivoqué, como suelen hacerlo las personas.
- Señor – comenzó a decir el de mayor rango –, primero debo decirle que no es nuestro trabajo molestarlo así y quiero explicarle algo antes de entregarle estos papeles. Me dijo mostrándome una capeta gris llena de archivos – Unos meses después de concluir la investigación de la desaparición de su hijo, encontramos en un río, cerca de las costas, el cadáver del secuestrador. Estaba irreconocible pero un examen de ADN probó que se trataba de él. – vino a mi de pronto la escena en que le di muerte. Esa sonrisa que me dio ese desgraciado provocó que mis recuerdos de dolor e ira volvieran. Matías. – En todo caso, abrimos de nuevo el caso, pero no pudimos comunicárselo por su cambio de domicilio. Encontramos hecho que, en realidad, pueden afectarlo mucho, señor.
- ¿Encontraron a mi hijo?
- Lo siento, señor. Pero no nos fue posible efectuar una búsqueda minuciosa por órdenes mayores. Lo que quiero decirle es que encontramos un patrón con el secuestrador y...- el detective meditó un momento. Tragó saliva y prosiguió – bueno, una conexión con su esposa, señor.
Me caí al sofá con la mente en blanco. No podía creer lo que me estaban diciendo.
- Le dejaremos el informé aquí, señor. – me indicó uno de ellos – No se moleste en despacharnos, entendemos como debe sentirse.
“Ellos no entendían como yo me sentía. Nadie lo sabía. Tomé la carpeta gris y la abrí cuando una lágrima caía de mí ser. En aquellos papeles se hacía evidente. Aquel desgraciado fue el amante de mi mujer. ¿Qué creen que sentí? Estaba destruido nuevamente por dentro. Las viejas cicatrices se abrieron dejando grietas más profundas.
Cuando mi esposa llegó disimulé una sonrisa, pero nada se podía ocultar ante ella. Ordenó a Alicia a que fuera a su cuarto y se quedó en la sala conmigo. Yo estaba tratando de contener la pena, la ira, las lágrimas. Ella me acarició mis mejillas con dulzura.
- ¿Qué te pasa?
- Vinieron unos hombres…unos detectives hace poco y me dejaron eso. – le señalé la carpeta gris – ¿Porqué no me lo dijiste antes?
- ¿Qué cosa? – preguntó preocupada - ¿De qué me estás hablando?
- De ese desgraciado. Tu amante.
Sentí su cambio de emoción. Se sintió un vacío en la sala. Yo no pude contener más las lágrimas y las dejaba fluir de mis ojos. Ella bajó la mirada y comenzó a suspira.
- Creo que es un alivio – decía – Por fin esa mancha se está limpiando.
- ¿Porqué no me lo dijiste antes?
- ¿Para qué? ¿Para destruir a esta familia? – me gritó – Yo no sabía lo que hacía en ese momento.
- Sabes lo que hizo tu maldito amante. – le dije sollozando – Raptó a nuestro hijo. Si, escuchaste bien, ese imbécil se llevó a nuestro Matías.
“Ella cayó en el desconcierto. Se comportó incrédula conmigo repitiéndome que eso no era posible. Yo insistí y traté de que me creyera. De hecho, le mostré los papeles que me dejaron los detectives y que hacían irrefragable el caso. Ella, desesperada, cayó en mis brazos gritando que eso era imposible. Lloraba cada vez más fuerte y lo único que yo pude hacer fue sobarle la cabeza.
“Estuvimos así hasta que ella me empujó tan fuerte que caí al sofá.
- ¡Esto no puede ser, no puede! – gritó corriendo fuera de la casa. Yo la seguí, pero fue inútil, ella subió al auto y se alejó a toda velocidad. La noche estaba igual que cuando raptaron a Matías: lloviendo a cantaros que apenas se podía ver el camino.
“Entré con paso lento a la casa. Mojado y melancólico. Mi hija estaba parada frente a la puerta cuando entre.
- Papá – me dijo con su dulce voz - ¿Porqué mamá estaba gritando y porqué se fue en auto?
“No tuve fuerzas para contestarle así que la abracé y lloré en su hombro.


......

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